4/2/11

Qué inmortal has sido, efectivamente


Al acabar de leer las dos novelitas de la Cebrián incluidas en La nueva taxidermia (Mondadori, 2011), tuve ganas de ponerme de rodillas como los musulmanes rezando hacia La Meca con los brazos extendidos, o como los aficionados del Barça cuando cambian a Xavi. Técnicamente, hombre, yo qué sé técnicamente. No soy un técnico, soy un lector. Yo quiero libros que no me hagan pensar en pajillerías de taller literario, ni libros en los que aprenda a golpe de prosa muerta cómo cree el autor que vivían los faraones egipcios. Ni soy el lector cultural ni el lector intelectual que nombraba Andrés Neuman en El equilibrista; uno de medio pelo y el otro más riguroso, buscando datos y formándose como un hombre de gran conversación (idiota, el dato justo) e invencible al Trivial. Soy más bien ese lector artístico (que le den al faraón), el que casi confunde leer con escribir, y quizá escribir con leer.

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Podría decir; escribir es ponerle nombre a todas las cosas; o escribir es nombrar el mundo. Lo digo, aunque a lo mejor tampoco es decir mucho. Es una obviedad, o una de esas frases que de tanto oírlas ya no dicen nada. Pero solemos olvidarlo. O al menos yo leo a demasiados que lo olvidan, y me incluyo, claro.

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Ambas novelitas incluidas en el libro de la Cebrián están llenas de palabras y expresiones para coleccionar, y para usar. La primera novela corta, Qué inmortal he sido, es una novela de cosas. El pasado, la juventud, pero partiendo de la galaxia de objetos que le rodean a uno. Reconstruir el pasado a través de las cosas. O el pasado como un catálogo de cosas que estuvieron a nuestro lado. Cerca del happening el asunto. Éramos lo que teníamos. Parece un intento, el de la protagonista, de llegar a la magdalena proustiana, pero a lo bestia. Me recuerda lejanamente a la novela de Perec que prefiero: Las cosas.

Perec ha calado entre los aficionados a los catálogos, a los trastos, esa psicología del cachivache que entre nosotros tanto ha desarrollado Ramón y en parte Solana. Pero Perec es más científico, más consciente y en general más coñazo. Es casi un adivino, como Nostradamus. Ya ve la burbuja cultureta en la que viviremos todos después. La vida a través de lo que tenemos, sobre todo, objetos portadores de cultura; somos las novelas que leímos, la música que escuchamos, las películas que vimos, algo así como almacenes de cultura con tendencia a la nostalgia.

Se nota en la Cebrián el gusto por nombrar objetos, por saber el nombre de cada cosa (ah, las revistas especializadas, los lenguajes profesionales, cuánto pueden aportar a un escritor), y esto que debiera ser lo normal es una cualidad. El lenguaje es una cualidad, sí, pero es la literatura (aunque no solo). Quizá por una mala digestión de ciertos autores (¿Carver?) tiende a confundirse escribir bien con perpetrar esqueletos o esquemas anémicos de realidad, de lenguaje. La realidad existe, en literatura, en la medida en que es nombrada. La sintaxis que le vaya a cada uno mejor ya es otra cosa. Una habitación, sólo una habitación, y una silla, sólo una silla, es ninguna habitación y ninguna silla. No, coartada de perezosos; no hace falta llenar páginas y páginas descripción. Que nadie se confunda. Dialogo descripción, diálogo descripción, es finalmente el recurso de los que confunden literatura y guiones de cine. A leer, señoras y modernos.

Pero no va por ahí este libro. Excelente prosa. Literatura, por fin.

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Nicholas Carr, sobre Internet y el apocalipsis de los cerebros concentrados: "Echaba de menos mi viejo cerebro."

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