Ahora mismo es de noche. De fondo, por debajo o por encima de la música, escucho el sonido de una cuchara tintineando contra una taza o plato sopero. Esto es en mi casa. Los tacones son arriba. Taconea la casa para que sepamos que va a salir, aunque nunca acaba de salir o nunca acaba de llegar. Ahora podría estar yo mismo tirado en el sofá con una cuchara y una taza haciendo la banda sonora de mi cena, mirando un capítulo de Bob Esponja, ajeno a este rellenar hueco blanco en una pantalla, mientras en otro canal Egipto hace la revolución y cambia de régimen. ¿Viseras o burkas? He ahí la cuestión. Aunque esta no es mi cuestión, ni siquiera sé si es la cuestión de alguien. Puede que no haya tal cuestión. Es sorprendente que una revolución (ese levantarse por la mañana con la ilusión de derrocar un gobierno y sentirse uno libre como el viento, en la medida de lo posible), pueda acabar convirtiéndose en esa cosa planchada y criminal y de color gris ceniza (ni rojo ni hostias) que fueron los regímenes que salieron de muchas de ellas. Pero es un decir; en realidad ya nada me sorprende. Estoy viejo. La gracia, dijo Juan de Mairena, está en estar de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Veo a esas personas en las fotos tan conscientes de estar viviendo algo que podrán contar a sus nietos, de ser protagonistas o hacer bulto y ser voz de lo que suele denominarse un momento histórico. ¿Es posible que toda esta invocación de la libertad se vuelva alguna vez contra ellos y sus hijos?
En fin, no solo es posible, sino que es más que probable. Hay que estar muy bien colocado en el mapa para que las revoluciones no acaben siendo un viento pasajero de libertad. O de supuesta libertad, que en definitiva ya es bastante más que la falta de ella.
Encuentro este párrafo en un artículo de Houellebecq, escrito ya hace veinte años o por ahí (publicado ahora por Anagrama), y es inevitable pensar en lo que está pasando en Egipto:
"Algunos testigos más directos de los "sucesos del 68" me contaron que fue un período maravilloso, que la gente se hablaba en la calle, que todo parecía posible; lo creo. Otros dicen, simplemente, que los trenes dejaron de circular, que no había gasolina; lo admito. Veo un rasgo común en todos estos testimonios: durante unos días, mágicamente, una máquina gigantesca y opresora dejó de funcionar. Hubo una flotación, una incertidumbre; todo quedó en suspenso, y cierta calma se extendió por el país. Por supuesto, poco después la máquina social volvió a girar aún más deprisa, de un modo todavía más implacable (y mayo del 68 sólo sirvió para romper las pocas reglas morales que hasta entonces entorpecían la voracidad de su funcionamiento)". [pag. 41, Intervenciones, Anagrama, 2011].
No hay comentarios:
Publicar un comentario