1/2/11

Paisanos de domingo


El domingo salgo a dar un paseo para sacudirme la resaca o el domingo mismo. Como hace un frío de narices me refugio en el CGAC. Ya la había visto: podría decir que se trata de una exposición fotográfica de abuelas autóctonas. Y si digo la abuela digo la madre. Los demás somos el apéndice de este núcleo central. Somos el electrón que ronda el cuerpo sano y machacado de la abuela de pueblo. El matriarcado de la que se educó para quedarse sola. La señora de pueblo es una vara morena con arrugas. Una sombra del camino enlamado. Y por ahí van estas fotos. Una sombra con velas que el día de la romería camina de rodillas, una de las formas más sacrificadas de agradecimiento.

Hoy en día se le regala un bolígrafo de plata al médico, cosa menos vistosa sin duda.

García Rodero nos retrata digo. Ahí se ve lo que tenemos de raza y de perdición, de pueblo y de manada para antropólogos. Al menos a primera vista. Son retratos impresionantes; o puede que lo impresionante sea el arte fotográfico en sí, que vuelve extraterrestre al tipo más normal. Es un espejo deformante. Puede que lo deformante sea más cierto que la verdad que teníamos en mente, como una media verosímil y falsa, una especie de ceguera. En estas fotos la abuela y hasta el nieto nos sale con cara de actor de película de Pasolini, con una profundidad cavernosa que conecta con alguna raza remota. Pues sí, casi vemos esos rasgos que fueron definidos como identificadores de una raza antigua, como le gustaban a Valle las razas. Puede que en realidad la raza no sea más que la vida que lleva uno, la vida que han llevado los antepasados de uno. Sea como sea se nos fue diluyendo esa raza y a los gallegos que crecimos en las ciudades se nos suavizó el rostro al tiempo que fuimos dejando las supersticiones y los santos por el camino. El gallego de hoy es más urbano que rural, y hemos dejado de creer en la Santa Compaña, que en principio no sirve ya para nada. Los gallegos ya sólo volvemos al pueblo a comernos el cerdo y de paso al cordero y al pollo de casa, que parece otro animal, y los huevos de la gallina que hacen unas tortillas de un amarillo casi fluorescente.

Somos hijos del plástico, pero no tontos. Al menos no tontos a la antigua usanza. No tontos como nuestros padres; tontos de otra manera. Creemos en la madera y en Internet, que es la biblioteca que siempre quisimos tener pero dentro de un ordenador. Tenemos nuestras supersticiones, también descabelladas seguramente como la abuela que escala de rodillas el monte, aunque perfectamente modernas y tecnológicas.

Los gallegos de estas fotos son los gallegos de domingo. Son los gallegos que se visten de cartón y se dejan convencer por la inercia de décadas saludando a los santos como familiares y cumpliendo con la otra vida. Pero, ojo, qué digo, sólo hay una vida para el gallego, y es esta que conoce. La casa, la huerta, la viña, el cerdo y la teta de la vaca. O mejor dicho, hay un país y dos vidas. Un lugar, este, donde se juntan las demás vidas. Galicia es un país de vivos y de muertos. Unos y otros comparten territorio y se llevan bastante bien, al menos lo razonablemente bien que se pueden llevar entre si los vivos y los muertos. De vez en cuando se encuentran. De vez en cuando unos les piden favores a los otros. Y se hacen, por supuesto, se cumplen. Las fiestas y romerías religiosas no son más que la forma de agradecer formalmente estos favores.

Lo demás es aburrimiento y ganas de emborracharse. Parece un mundo extinguido pero puede que no haya cambiado tanto.

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