5/12/07

El cerdo (1)

Cuando el frío se asentaba para quedarse, allá por noviembre, o quizá principios de diciembre, un frío que no tenía vuelta de hoja, entonces se mataba al cochino. El cielo estaba blanco, un blanco sucio de nubes muy altas, inmóviles. El cerdo, o porco, un tronco con patas rosado, ese ser venerado, acuchillado y masticado y digerido, que en este rincón del universo pasa sus horas encerrado en un cuartucho con pajas comiendo, cagando, durmiendo y esperando el gran día, constituía la base alimenticia de un año para varias generaciones reunidas en una casa. Moría ahora; era su momento. Con muchos gritos, nada digno. Grita como un cerdo, se dice. Durante todo el día ya estaba inquieto. No se sabe cómo pero llegaba a su entendimiento que lo intentarían matar ese día. Quizá los chuchos de la casa le habían ido con el cuento, berreando como lobos pariendo. Apenas dejaba que nadie se le acercara, así de susceptible estaba. Si no fuese porque es sagrado (la comida es sagrada y el cerdo es el sumo sacerdote del yantar) hasta darían ganas de reírse un poco de su aspecto. Un almacén de alimentos sobre unas patitas; y es que los cerdos andan como sobre tacones. Solo les falta el abrigo de visón para parecer señoras saliendo de la ópera.

Mi tío, que era aficionado a la electricidad, le daba unos calambrazos con un aparato de su invención, y que nunca patentó, hecho a la medida de los gruesos pescuezos de estos bichos. La medida justa, para no estropearlo pero facilitar el acuchillamiento. El guarro se tambaleaba, bufando mucho, como si hubiese esnifado algo y desprendía un humillo que nos hacía estremecernos y no querer cambiar una bombilla en lo que nos restara de vida. Aparecía entonces el abuelo, cuchillo en mano. Yo creo que se acordaba del cura del pueblo, que tanto odiaba, cuando se acercaba al gorrino y se miraban a los ojos. Lo agarraban entre varios, a duras penas, pues se resistía, a pesar de estar un poco tonto, y el abuelo le pinchaba el acero en el lugar exacto. Debajo del boquete un caldero para recoger la sangre, que después se aprovecharía para morcillas. Caía como de una fuente con caño, a bocanadas. Una sangre espesa y espumosa, muy caliente, que sacaba un humo blanco de contacto con el frío. Tardaba en morir.

Sobre unas tablas, como una puerta muy alta, se le acostaba. Se cubría de estrume, cosas secas que ardieran, hojas de helecho, y se le prendía fuego para depilarlo y dejarlo hermoso. En la piel se formaban círculos rápidos, como sucede al acercar un mechero a una superficie de plástico. Se limpiaban las cenizas y se lavaba con agua caliente. Quedaba limpio y saludable, y desprendía un humo que nos daba la sensación de tener delante una patata cocida. Del pequeño boquete abierto en el pecho seguía saliendo sangre, sin fuerza, y ahora se mezclaba con agua. Un vino tinto con poco cuerpo que corría en curvas, sorteando piedrecillas, entre los pies de los mirones. En ese momento se daba uno cuenta de los ojos de chino que tenía el cerdo.

Había que abrirlo antes de que se hiciera de noche. El momento más delicado. Un mal tajo y se iba el cuerpo por el retrete. Mucho cuidado con las tripas, algunas bolsas llenas de líquidos con colores amenazantes (un verde oscuro, un amarillo anaranjado) no podían ser picadas. Mi tío, el inventor, ya con su coronilla de buen fraile en tan mal cristiano, sacaba mucho la lengua para rajar con cuidado. Los ojos saltones se le salían más todavía, y bromeaba todo el tiempo para quitarse la tensión de encima. Uno metía mucho las narices allí a ver aquel cuerpo por dentro que según decían se parecía mucho al del ser humano, aunque menos atlético.

7 comentarios:

M. Domínguez Senra dijo...

Yo siempre había ido a Galicia sólo a veranear. Hacía mi inmersión de tres meses y volvía a Barcelona llena de ronchas, hablando gallego y, como Alicia en el País de las Maravillas, viendo según qué cosas más pequeñas y otras más grandes pero todas diferentes. Jet lag. Un año fui en invierno y supe de golpe de donde salían los chorizos y que no comían siempre congrio, jureles, sardinas, longueiros y otros animalitos marinos o de las rocas costeras. Había vivido en un error.
El matadero municipal de mi ciudad lo trasladaron hace años a las afueras. El antiguo “Escorxador” tenía un ambiente como de Poe pero tenía además olor de morgue y fritanguita a la vez. Además, un barbado rabino con su alto sombrero negro supervisaba según los preceptos de la Torá, no sé si a diario, el sacrificio de algunos corderos para el consumo de nuestra pequeña comunidad judía.
Un día en mi blog igual explico lo de los 4-5 cerdos clónicos semanales que sacrifican (donde yo trabajo) para mayor gloria de la investigación.
No me extraña que hayan más partes tras "El cerdo (1)". Me ha encantado lo de los ojos de chino.

conde-duque dijo...

Greguería mabalotiana: los cerdos son un almacén de alimentos que caminan sobre tacones. "Solo les falta el abrigo de visón para parecer señoras saliendo de la ópera". Lo has clavao.

Gabriela Palomino dijo...

Me ha gustado mucho la analogía, y ahora que me lo enfoco, pues si, cierta semejanza hay. Mayor aún, si le colocamos -al cochino- unos lentecitos pequeñitos.

Un saludo.

conde-duque dijo...

Maba, hoy he visto en el telediario que en Galicia han prohibido por ley las matanzas de cerdos con cuchillo, para que no sufran.
Esa imagen queda recluida a la memoria...

la luz tenue dijo...

Pero qué bueno. Te superas día a día, Mabalot. Que andan sobre tacones, que se parecen al ser humano pero menos atléticos, que tu tío sacaba mucho la lengua para rajar con cuidado... Qué placer leerte.
Yo recuerdo de la matanza el humillo que salía del cuerpo del cochino recién abierto, y lo mal que olía en esos primeros momentos.

M. Domínguez Senra dijo...

Me temo, luz tenue, que el nuestro no huele mejor. Y no digamos si estamos enfermos.

Encontrar el antecedente de la analogía de Mabalot en Gómez de la Serna es un acierto de fina filología. He perdido el libro de greguerías (¿o lo expurgué?) pero creo recordar que muchas veces consistían en eso, en comparar el cerdo a la señora y no la señora al cerdo. Conde-duque: Mabalot es mucho mejor, a mi entender, porque su analogía o su greguería o lo que sea no parece quedarse esperando la aprobación que esperaba don Ramón como espera el prestidigitador un aplauso. Parece, vaya.

Mabalot dijo...

Señores, buenos días. Vuelvo de Porto. Me pasaría la vida diciendo "vuelvo de Porto", o "voy a Porto". No sé qué coño tiene Portugal que me gusta tanto; su manía de serpentear por las autovías sin intermitentes ("con tal de non bater"), su amor/odio a los espanholes, y con los gallegos en especial. Sus viejas, de negro y pañoleta en la cabeza, sus paletos, su tendencia al feísmo, todo tan parecido a este pequeño cacho de tierra en el que me tocó nacer.

Respecto a los cerdos sí es verdad que salió la norma esa de no acuchillarlos, pero no es para que no sufran, según me dijeron alguna vez, sino por la santa pasta. Matar a tu cochino en casa sale gratis, y llevarlo al matadero vale un dinero.
Como aun no tienen el chip en la oreja los cerdos, y por lo tanto no están identificados, puedes cargarte a tu cerdo con total tranquilidad. La Xunta dijo este año que no iba a aumentar las inspecciones, queriendo decir que podíamos seguir matando a la manera tradicional, por ahora.

Amigos, no creáis que no me gustan las alabanzas, pero denotan en este caso, yo creo, eso, que sois amigos, y ya se sabe, entre colegas todos los defectos se diluyen.
En fin, me alegra que os guste.
La segunda parte ahí va.