Lo peor de los entendidos y de las becarias que pueblan las exposiciones es que son tan poco transparentes como el grupo de japoneses que se mueven por los museos encajonados en una invisible pared circular. Al menos los turistas japoneses son absolutamente respetuosos y apenas levantan la voz. Preferían morir fusilados todos allí mismo antes de molestar con su voz o presencia a cualquier persona. Si a alguno le pica el trasero se rascan con disimulo y sin levantar nunca la voz, no así los franceses o los españoles o los chinos, que berrean su asombro y llegado el caso anuncian a todos los presentes lo mucho que el trasero les pica en ese momento y lo dispuestos que están a aliviarse. Siempre he evitado situarme cerca de cualquier entendido en un museo, y no sólo por la becaria charlatana y tan opaca que baila ante cada cuadro, sino por los gruñidos afirmativos que los entendidos expelen de cuando en cuando. Ya la estampa común del entendido de museo me horroriza, esa seriedad de nazi inflexible. Uno de esos gruñidos arruina al más paciente cualquier recreación en la belleza. Crean ambos así, entendido y becaria, una atmósfera de irritación ante cada cuadro. Por mucho que se eviten estos personajes tan habituales de los museos (sobre todo en los de arte contemporáneo) aparecen delante de uno, se interponen entre el lienzo y nosotros, con esa gravedad de sacerdotes dando la extrema unción a un moribundo.
A pesar de todo, se ha impuesto la mano del pintor, alegre y fresca.
David Hockney. Early Blosson, Woldgate, 2009
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