13/6/12

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Hoy, buscando una palabra en el diccionario me ha parecido que mi María Moliner olía a anciano. Por la tarde había estado hablando con un anciano que olía mucho a anciano, o lo que me parecía que era el olor a anciano. Esto es no poco bochornoso, porque en el olor acusado está no tanto el olor pegajoso y puede que repugnante, sino esa acentuación, precisamente. El olor está, y está todo el tiempo. He abierto por la tarde el diccionario. He de admitir que lo hago muy de vez en cuando, ya no tengo esa agilidad. Y, ahí estaba, el anciano. También puede ser que los ancianos, simplemente, huelan a diccionario. Esto de los olores me hace pensar que hasta en eso la vejez es puñetera, pues cierto descuido higiénico en alguien joven es casi alegre, vital, incluso rebelde. Cierta dejadez percibida como intelectual, casi inteligente. Se diría que los tontos no hacen otra cosa que peinarse y acicalarse, perdiendo así un tiempo precioso que los cultos usan para pensar y revolverse el pelo pensando. En la vejez una simple barba de días asusta, como si el anciano estuviese a punto de tirarse al vacío desde un quinto, asqueado del mundo. En la vejez todo es sospecha. 

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