21/3/12

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Kant, un tipo de recursos.

Me recordó el libro de Echenoz sobre Ravel. O mejor dicho, con Ravel. Porque es una novela con Ravel de personaje en sus últimos años; el muerto que será. Y Thomas De Quincey, en 1827, narró los últimos años de la vida de Emmanuel Kant, basándose en el ensayo de un tal Wasianski ("clérigo discípulo del filósofo"). Hay mucho lío con esto. El libro de Wasianski se titulaba Emmanuel Kant en sus últimos años de vida. Una aportación al conocimiento de su carácter y de su vida doméstica basada en el trato diario con él (Konigsberg, 1804). Así, entiendo, no lo sabía antes de empezar a leer, De Quincey, gran admirador del libro de Wasianski, reescribe o resume, y mejora, seguro, esos últimos años del filósofo contados por Wasianski. Porque el libro del tal Wasianski no lo he leído, y aunque lo que cuenta es de primera mano y fundamental para que exista el de De Quincey, quizá se pierda en el menudeo irrisorio, en la admiración superlativa, siempre tan aburrida. A Wasianski, sin duda, le faltará el talento literario que le sobraba a De Quincey, como a De Quincey le faltaban los años de amistad íntima con Kant del clérigo. Wasianski, supongo, escribirá arrodillado; puede que emocionado por estar tratando a alguien que conoció y quiso (y quizá en eso esté lo mejor de su memoria). Pero el libro de De Quincey, que sale del de Wasianski, es algo más que un ensayo más o menos corto que recopila lo mejor de los últimos días de Kant. Es el gran filósofo alemán hecho hombre, y finalmente como despojo. Cuerpo ya varado, la gran cabeza ausente.

De Quincey es, digamos, el gran coñón. Y dicho así, que es una palabra que escuché el otro día a un viejete. De Quincey, cierto, es el horrorizado por la decadencia física y la descripción pormenorizada de los pasos del moribundo, pero también el que no puede evitar cachondearse con elegancia de las manías y rarezas de un genio de la filosofía. En realidad lo que hace De Quincey es tomarse a pitorreo un poco la inteligencia; Kant aparece como un personaje maniático y en cierto modo delirante, inflexible ante lo que él creía adecuado, aunque fuese la más pequeña de las menudencias. Kant, así contado, es un señor algo ridículo que nos hace mucha gracia. El hombre, por ejemplo, que jamás llevaba ligas para sujetar las medias por miedo a impedir el flujo sanguíneo (había ideado un mecanismo complejísimo para suplir la ausencia de ligas); el hombre que nunca sudaba, "ni de día ni de noche", y que evitaba por todos los medios transpirar, aun en el más sofocante de los veranos. Kant, un filósofo de circo, un Chaplin de la filosofía, un ejemplo de determinación y constancia.

Claro que el caso no estaba tanto en Kant como en De Quincey, que sin inventarse ni al filósofo ni al testigo (De Quincey en determinado momento escribe; "Pero comencemos ya y recordemos que quien habla casi todo el tiempo es Wasianski", para pasar a narrar en primera persona), los hace personajes suyos. Admirador y admirado, maestro y discípulo, y la vida y la muerte.

Sin duda, Quijote y Sancho.

De Quincey escribe su pequeño Quijote. Una novela para hoy mismo.

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