27/12/11

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Entre la luna, que parece un perchero de diseño, y la sílfide que viene de frente comiéndose un bocadillo, la poesía, no lo dudo, está con la sílfide del bocadillo. Después, vista de cerca, tampoco es para tanto, y el bocadillo resulta que era una empanadilla, quizá de atún.

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A los bares sólo les perdono el estruendo de la televisión si es fútbol. Hoy, mientras leía el artículo de Vila-Matas en El País, la mujer de la cafetería atendía a un culebrón. Tenían tanta presencia esas voces que la voz que leía empezó a sonarme con acento venezolano o por ahí y las fronteras entre lo leído y lo escuchado empezaron a difuminarse, y no porque una cosa tuviera que ver con la otra. No había nadie más en el local. La señora, en una butaca de la barra, atendía a la tele con esa aureola de paz bobalicona de las gallinas somnolientas. Y uno piensa; ¿qué vida tan triste la de esta señora si no pudiese ver la televisión? Sola, en silencio, con las paredes llenas de espejos muy cagados por las moscas. En realidad, el silencio no existe en ninguna parte, ni siquiera en la consulta del dentista, que pone música clásica para que nos bajen las pulsaciones. Basta que uno se quede en silencio un rato para que se vuelva loco y acabe escribiendo una novela. 

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Dos señales de vejez antes de cumplir los cuarenta: uno, confundí un autobús en la calle con la lavadora de la terraza centrifugando (me corrigió una niña pequeña): y, dos, cuando salí a dar una vuelta, con parka y bufanda, vi a unos niños con una camiseta de manga corta dar unas patadas a un balón en el parque, y no parecían esforzarse mucho. ¡Sólo una camiseta y y pantalón corto y ya casi era de noche! A mí el frío me tenía acorralado entre tanta ropa. Eso, pensé, es ser ya un poco viejo, aunque hay que decir en mi favor que parecían niños sacados de una novela de Dickens, con esos mocos terrosos pintados en la cara, que les adiviné en la distancia, y ya se sabe que los niños así ni tienen frío ni lo piensan tener.
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Un cachas, casi un antepasado evolutivo del hombre, y un chucho diminuto, de ojos saltones, conectado al tipo por un cordel. Me ha mirado desconfiado, casi hostil, como si detectase en mi cara su propia ridiculez. Lo hubiese invitado a una caña, solo para saber cómo a un tipo como él se le ocurre tener un perro así, tan contrario a su naturaleza de hombre armario.

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