13/12/11

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Si escribo es porque he sido siempre un lector desastroso. Esa es la verdad. De lo contrario me quedaría tan tranquilo leyendo. Soy ese lector, más que voraz, inapetente e insaciable, cosa solo en apariencia contradictoria, y que más que leer va buscando algo que leer, eso que le falta por descubrir, y también soy ese que mientras come ya está pensando en vomitar. Un bulímico de la lectura. Me siento a leer para levantarme a escribir. He pasado por muchos libros como por una estación de metro, siempre camino de otra parte. Exceptuando a dos o tres autores que nunca se me agotan (por más que los lea una y otra vez, quizá el mismo libro), nunca he sido el lector exhaustivo y riguroso que lee a un autor para saberlo todo de él. Y menos con el cariño benevolente de un fan. Uno que perdone los defectos, y sobre todo los aciertos. Yo los aciertos no se los perdono a ninguno. Ni siquiera a Simenon. Necesito cerca a los más grandes chapuceros, que son los me dan fuerzas. Cervantes, por ejemplo. Cervantes, se dice, es el principio. No es un principio pero como si lo fuera. La novela no; inventa el desorden. Como un artesano al que las cosas, más que redondas, le salen felices, y ni bien ni mal, sino de la única forma posible, que es la suya, la de todos.

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Yo, que siempre he sido un inmaduro, hasta de niño, he tenido una curiosidad especial, quizá morbosa, por el deforme, el tarado, el diferente. Al mismo tiempo evito fijarme en el lisiado para no herirlo. Quizá me veo yo mismo monstruoso y una manada de niños a mi alrededor tirándome piedras. No debe haber cosa que joda más que tener, por ejemplo, bocio, y que los niños y los cabrones te señalen con el dedo por la calle. De todas formas echo una mirada furtiva al tipo con Down que está sentado con una señora cerca del ventanal de la cafetería. Lleva unas gafas enormes, ligeramente verdosas, como de señor al que la Constitución le parece el principio de unos tiempos de mierda. El pelo negro con alguna cana gorda, peinado hacia atrás. Pelo catapulta, contenido por algún tipo de gomina discreta que le hace brillar la frente con surcos de buen hijo. La piel, intuyo, reseca, del que se abrasa en la ducha cada mañana. La mirada distraída del niño, también, de buena gente, que ve sin mirar y que piensa en algo sin enterarse demasiado que está pensando. Quizá no esté viendo más que la descripción que siempre me han hecho de la gente con Down. El estereotipo; son perfectamente alegres, felices, y buenas personas. Como si la tristeza y la maldad estuviese reservada para los más inteligentes. Más que conforme o adaptado parece indiferente. Lleva el disfraz de persona respetable como si no acabase de ir la cosa con él. Le sale natural; a otros nos sale forzado.

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Dice que de pequeño le dejaban ver la televisión quince minutos al día. Aclara que él es viejo, ya cincuenta, y era una televisión que tardaba en encenderse. Necesitaba calentarse, y digo yo que entre el calentarse y todo poca televisión le quedaría. Quince minutos, a las siete y media de la tarde. Unos dibujos que se llamaban Hijitus. El revuelo de los dibujos lo escenifica con las manos (mueve los dedos), y en la cara ensaya una alegría infantil, de niño canoso. No le ha costado nada hablarnos de su infancia. Ni tres minutos de conversación.

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Puede que no haya un vínculo más fuerte que el paterno / materno filial. ¿Y qué? Sí, somos todo amor y educamos casi siempre a futuros infelices. Cuando no a futuros desequilibrados. Más allá del amor está, afortunadamente, el asistente social, el colegio, los demás niños, el resto del mundo. 

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