8/11/11

Debate [507]

Once millones de criaturas atentas.


Con el debate me he reído mucho. No esperaba gran cosa, en cuanto a ideas o propuestas, y mucho menos de Rajoy, que se ha hecho tan bien el despistado que por un momento llegué a pensar si estaría al tanto de que lo estaban presentando a unas elecciones.
 

El decorado, más que austero, era yugoslavo. Parecía un debate entre dos altos funcionarios en la yugoslavia de Tito (sin duda el dictador con el nombre más amistoso). Hasta el aspecto de ambos era gris, fúnebre, más Rajoy como abuelito de cuento infantil relleno de confeti y Rubalcaba como resucitado y medio descompuesto ya. A ambos los persigue su imagen, y se trata de llegar a donde se pueda con esa imagen. Rubalcaba, cargado de hombros y con esas hombreras y la cabeza un poco de buitre es el Nosferatu que se nos aparece por detrás en un pasillo oscuro. Del pasillo oscuro al sótano no hay nada, y es en los sótanos donde lo ubica la derecha. Sótano, alcantarilla, cloaca. Del poder interesan en según qué momentos sobre todo los retretes, y más concretamente la fosa séptica.

Al Rubalcaba se le ha querido ver durmiendo en un ataúd y ya no hay forma de verlo compartiendo cama con una señora de rulos, como cualquier vecino.


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De Rajoy dan pena algunas cosas y risa casi todas. Como orador es penoso. Incluso en la opacidad discursiva de Fraga teníamos a un señor que parecía estar a punto de mandarnos a la mierda, o a mandarnos recoger nuestra habitación de un grito. Una inminencia de algo terrible, como un rencor de viejo maestro acatarrado y prostático. En Rajoy se ve que el castellano no acaba de ser su idioma, como si el lenguaje fuese una tren que cuando va a coger ya ha pasado. Pero el gallego no lo habla ni bien mal; simplemente no lo habla, y teniendo en cuenta cómo lo hablan Feijoó o el ex Touriño, mejor es que nunca lo intente.
Primero, se convierte en el gilipollas de los datos. Rajoy. Es el que lee números, cuando todo el mundo sabe que los números se inventan. Menos los parados, que se inventan con demasiada alegría, y entre inventariarlos y arrojarlos a los ojos del otro se deja para otro día qué hacer para que toda esa gente se ponga a trabajar. En todo caso el trabajo, ese empleo en abstracto del que habla Rajoy, suena casi a amenaza. No digo yo que trabajar no sea bueno para pagar facturas, pero esa obsesión por la flexibilidad del empleo parece querernos decir que en lugar de lavadora va a salir más barato contratar a un parado, con o sin carrera.


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Al hablar, Rajoy, habla a su nieto. Somos los putos nietos de Rajoy. Por momentos parece haberse escapado de una zarzuela de Chapí, o de Chueca.

Y además; ¿qué le pasa en los ojos? Rajoy no tiene ojos; tiene dos ostras. Quizá son unos ojos de muñeco de plastilina, con un blanco vieira fuera de lugar. Son unos ojos que ya no saben dónde meterse. Escucha, siempre, extrañado. Su gesto. Da igual quién hable. Aun ante el moderador, que daba las gracias y decía cuatro vaguedades, ponía cara de estar siendo insultado en alemán.

El peor enemigo de Rubalcaba eran los focos, dando a su calva un brillo de plancha solar o de calva falsa, recién afeitada para la película.


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Al final, el desconcertado y torpe Rajoy gana el debate, según la prensa, y no ha dicho nada. O nada concreto. Quizá por eso. Lo importante ha sido que el debate no ha existido. Debate acontecimiento, no ya debate interacción entre uno y otro, que tampoco mucho. El debate se escribe; lo de menos es que suceda. Y lo entiendo, porque la realidad es muy caprichosa, cuando no algo peor.

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