23/10/11

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Dicotomías. Dos grandes personajes de la sociedad humana. Si el pueblo ha dado tontos, y todo pueblo ha tenido siempre su tonto, como ha tenido su alcalde, la ciudad ha dado locos y cada barrio ha tenido su loco. Es corriente, por ejemplo, detectar al tonto del pueblo en las verbenas, pues el tonto se sitúa por definición en esa tierra de nadie que queda entre la orquesta y las parejas que bailan su pasodoble. El tonto, que es un ser libre, y que para eso quizá se ha hecho el tonto desde que nació, baila el pasodoble de cualquier manera, moviendo los brazos como un jipi en un mar de flores imaginarias; sus compromisos con la realidad no incluyen adaptarse al playback de la orquesta. Incansable e imperturbable se mueve ajeno a todo, y mientras las parejas de jubilados desaparecen en la oscuridad de unas vidas resignadas, pero perfectamente normales, nuestro tonto encuentra en la resistencia su piedra filosofal y la felicidad. La otra cara del genio, precisamente; ambos, tonto y genio, son monomaníacos. Claro que, qué diferencia. No se puede comparar. No es lo mismo hacer castillos con cerillas que componer cuartetos de música serial, que ya ni sé lo que es, pero suena muy loco. El genio, además, ya se ha muerto y el tonto sigue bailando en la verbena. El genio es un señor que se muere, todo el tiempo, que va por ahí habiéndose muerto, siempre. Pero la distancia entre uno y otro no siempre está clara.

El loco de ciudad, en cambio, puede ser un individuo ciertamente imprevisible, pero no hasta el punto de sorprender a nadie. No hay barrio que no esté al tanto de su loco, y no hay barrio que no lo cuide y lo respete, aún cuando precisamente en la locura del loco de barrio está el desprecio a todo y a su barrio en particular, que para eso lo ha vuelto loco, con sus señoras y señores particulares volviendo loco al que se deje. En el fondo se teme, más que al loco concreto, al loco en el que estamos siempre a punto de convertirnos. Después no se vuelve uno loco por pereza y por no darle un disgusto a la familia, aunque también por timidez. Hay que ser un poco osado para volverse loco, hay que echarle huevos. Es el loco un efecto colateral de la vida del barrio, del protocolo acostumbrado e impuesto y del chismorreo de señora, que destroza muchas vidas. El chismorreo de señora es la bomba de racimo de la vida cotidiana en el barrio. Deja secuelas sobre todo en esos que han nacido para caminar por la vida de puntillas.

Hay que darles razones al loco para volverse loco, y la sociedad es demasiado delirante casi siempre para no dárselas. Razones hay de sobra. Por supuesto, esto es innegable; el loco también pone algo de su parte.

Fuera del barrio y esperando en la cola del pan, que es una espera no de posguerra, sino de panadero que sabe hacer buen pan, observo. Una mujer de pelo rapado canoso desde el bordillo de un portal increpa a todo el que pasa. Son movimientos de cabreo desesperado, y sus aspavientos e insultos dejan perpleja a la gente, como si les hubieran vaciado un cubo de agua fría en la cabeza. A no pocos les parece asombroso que alguien pueda proferir insultos y amenazas sin conocerles. Pero precisamente eso hace ella. Aunque ya parece cansada de tanto insultar. Se tambalea, le sale el cabreo moribundo, de no poder más. Le vence la fatiga. Quizá lleve horas metiéndose con la gente que pasa. De vez en cuando echa un trago al cartón de vino, como para reponer fuerzas, y es ahí donde pierde su credibilidad de loca y escucho en la cola, entre los vecinos de este barrio, lamentos y cierta decepción. Su tarada ha pecado. El vino lo cambia todo. El vino no se le perdonan. En eso son muy estrictos estos señores de barrio. El barrio no acepta locos agravados por la bebida. El vino transforma al tonto y al loco en conflictivos voluntarios. Lo otro es puro destino. Lo otro tiene un pase. Lo otro se decide en el cuarto de atrás.

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