7/9/11

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Al hacerse mayores a algunos escritores se les pone cara de señoras. Veo que les pasa mucho a escritores catalanes. Menos Eduardo Mendoza, al que le sonríe mucho su bigote de director de banco jubilado. Esto, de alguna forma, debe tener que ver con el desarrollo de ese país en todos los ámbitos y que se refleja en las caras de sus intelectuales. Otros pueblos luchan todavía por convertir la gran ceja en dos cejas. Pura envidia.

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Los yonquis que son yonquis de milagro, como una mutación de la especie. Primero veo unos tipos extraños. Después perfectamente reconocibles como profesionales, digamos, del consumo de drogas: gafas de pasta, quizá con remiendos de celo, película de sudor brillante en la cara, ojos en el pozo, que no ven, encorvamiento de la espalda. Siempre van a alguna parte. No hay en ellos un andar por andar. Los pantalones caídos de señores a los que les han robado el culo. Uno delante, el otro detrás.

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Encuentro este aforismo o greguería de Ramón que había copiado hace años en un cuaderno:
"La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz."
Hoy, caminando por la zona vieja, me he sentido algo así como feliz. Andaba presto y me sudaban las axilas, lo que me recuerda que hacerse mayor es engordar (tener más presencia) y sudar cada vez más. No tenía ni demasiadas razones a favor ni en contra para estar feliz. Incluso muy feliz, como si fuera descalzo (mi felicidad de salvaje) o acabase de pintar durante horas o días. Hace años conocí esa sensación de haber pintado y salía a la calle hipnotizado de placidez. Podría ser un efecto secundario de la trementina. El haber pintado es mucho más satisfactorio que el haber escrito. Cuando sale bien, la cosa, cualquiera de ellas, dan ganas de ir abrazando a la gente por la calle. Hoy, en cambio, no había hecho nada. Pintar, hace años que no pinto. La felicidad era como unas ganas de verlo todo, de estar muy a gusto viéndolo y oyéndolo todo. Quizá todo se reduce a estar. La gente, las palomas, la calle, las risas, hasta las patorras peludas y los mofletes colorados con los que me iba cruzando. La calle, en definitiva. La ciudad. La felicidad suele ser, más comúnmente, el futuro prometedor. Pero esa es una felicidad de banquero, la ilusión del beneficio que nos hace apurar el paso para irnos a la mierda sin haber visto nada. O no; sin ilusiones todo me parecería una guarrada.

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