22/7/11

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Si hay algo que sienta tan bien a las digestiones en verano es el Tour de Francia. Estéticamente, prefiero el ciclismo a cualquier otro deporte de individuos deslomándose. Nada más feo que un estadio de atletismo, con esos corredores dando vueltas una y otra vez como cobayas. O el mismo maratón, que como participante tiene un componente suicida de reventarse alegremente: a la vista, para los demás, es de un dramatismo aburrido, de solitario descoyuntándose dolorosamente, penosamente. Como espectador lo disfruto muy poco. El cuerpo, en la bicicleta, se hace aerodinámico. El cuerpo humano se perfecciona sencillamente sobre una bicicleta. Ahí está esa belleza. Las babas del sacrificio. Pero me abstengo incluso de todo deporte artístico. Todo deporte cuyo nombre incluya la palabra artístico/a es de una insulsez terrible. De todas esas ejecuciones teatrales yo huyo y además no entiendo nada. Las chinas me parecen igual de sincronizadas que las rusas, y las rusas que las canadienses. Y no soporto ese sincronismo enfermo, de repetición eterna, maquinal. En general me gustan los deportes que son siempre una improvisación. Una ejecución que requiere, por encima de toda preparación y ensayo, una improvisación. Eso así, en teoría, es decir muy poco. Parece que siempre acabo hablando de literatura.

Lo que no entiendo es por qué a casi todos los ciclistas se les acaba poniendo cara de jokers.

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