25/6/11

Un carta extraña

De vez en cuando, muy de vez en cuando, quizá una vez en la vida, nos llegan cartas absolutamente incomprensibles. Cartas certificadas, con sello ovalado de algún organismo oficial, escritas por nadie (nadie real, quiero decir), y que abrimos ya en la misma oficina de correos. Y es en la misma oficina de correos donde el lenguaje, esa cosa, no quiere decir nada; leemos, o creemos leer, y no entendemos un carajo. Echamos de menos, como si fuese un tiempo muy lejano, ese momento anterior en el que aún no nos tocaba y la carta no estaba en nuestras manos. Saber que existía una carta así, de la consellería recaudadora, nos inquietaba, claro, aunque tenemos presente que no es a nosotros exactamente a quien se dirigen esas cosas, sino a ese otro que con nuestro nombre va por el mundo haciendo y deshaciendo, como viviendo oficialmente, pagando impuestos, dejándose caducar y renovándose con una fotografía nueva, de hombre adulto al que le pasan cosas que quedan en elipsis. Entre esas dos fotos ese otro cotiza, paga, recibe, marcha y vuelve. Ese otro que no sabemos muy bien qué vida llevará.

Allí, en la oficina de correos, vemos al guardia jurado bostezar, ensayando con mueca de amabilidad una cara de desprecio a los que, como yo, no acabamos de compenetrarnos con la puerta automática, como si la puerta fuese sabia y supiese de qué pasta está hecho cada uno y qué secretos lleva uno consigo. La puerta que vacila, nos deja entrar y se cierra, nos deja entrar y no, ahora sí. Ya dentro, la carta, el sobre, pequeño, y el culo estupendo de una como sueca o por ahí manipulando unas cajas; sandalias, vestido/ camisón, media melena amarilla y piel de playa, de mar, todo salud.

La carta, que abro, allí, de pie. No entiendo ni una palabra. O sólo una: Liquidación. Y después un plazo: UN MES. Así, en letras mayúsculas. ¿Un mes de vida?

Tengo ganas de ponerme de rodillas ante el guardia jurado, que me perdone por lo que sea que haya hecho, que me perdone la puerta. Algunos entran por la puerta como si conocieran a la puerta de toda la vida y estuviesen perfectamente compenetrados con sus manías y movimientos.

Sólo sé que la carta me llega a mí. No al otro, ese doble con el que nunca se acaba uno de cruzar, y que seguramente esté en una terraza tomándose una caña.

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