Allí, en la oficina de correos, vemos al guardia jurado bostezar, ensayando con mueca de amabilidad una cara de desprecio a los que, como yo, no acabamos de compenetrarnos con la puerta automática, como si la puerta fuese sabia y supiese de qué pasta está hecho cada uno y qué secretos lleva uno consigo. La puerta que vacila, nos deja entrar y se cierra, nos deja entrar y no, ahora sí. Ya dentro, la carta, el sobre, pequeño, y el culo estupendo de una como sueca o por ahí manipulando unas cajas; sandalias, vestido/ camisón, media melena amarilla y piel de playa, de mar, todo salud.
La carta, que abro, allí, de pie. No entiendo ni una palabra. O sólo una: Liquidación. Y después un plazo: UN MES. Así, en letras mayúsculas. ¿Un mes de vida?
Tengo ganas de ponerme de rodillas ante el guardia jurado, que me perdone por lo que sea que haya hecho, que me perdone la puerta. Algunos entran por la puerta como si conocieran a la puerta de toda la vida y estuviesen perfectamente compenetrados con sus manías y movimientos.
Sólo sé que la carta me llega a mí. No al otro, ese doble con el que nunca se acaba uno de cruzar, y que seguramente esté en una terraza tomándose una caña.
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