12/5/11

Hablar

¡Esos riñones!

ENCUENTRO a mi médico de cabecera por la calle. Me reconoce, pero algo le pasa. Parece muy preocupado. Quizá le haya dejado la mujer, después de treinta años juntos, y esté buscando un puente desde el que tirarse, no teniendo nada mejor que hacer. Ahora que lo veo sin la bata blanca puedo decir que tiene el aspecto de uno que engordó de repente, mientras dormía la siesta, y que aún no ha tenido tiempo de acostumbrarse a su nuevo cuerpo. Le brilla mucho la cara, de ese sudor tranquilo que le sale a los que sufren, aunque se muevan poco. No lleva gafas pero tiene un surco en las patillas que se pierde tras la oreja. Una vez pasados los reconocimientos y saludos y cuando ya me iba a ir me suelta lo que lleva dentro. Telefónica le acaba de timar 30 euros. Atiendo todo el rollo. No omite detalles. Cuenta la historia como si fuese una leyenda antigua. Una recarga, un móvil de regalo, etcétera. Le han timado, efectivamente, 30 euros. O al menos así parece según lo que cuenta. No sé si porque no me muestro muy escandalizado o por no dar una imagen de pesetero me aclara que ya no es por el dinero, sino por amor propio. Como aún le queda amor propio ha decidido insistir en sus llamadas al 1004 hasta que la reclamación sea puesta. No tengo nada mejor que decir que darle la razón en todo y animarle a llevar hasta el final su cruzada contra ese enemigo de voz enlatada.
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QUIZÁ lo peor que le ha pasado a Saul Bellow es Philip Roth. Nadie lee a los padres. Hay que esperar a que sean abuelos para ver que pasa. Parece que Roth cogió todo lo que tenía que coger de Bellow y después se encaramó a la cima del monte, o mejor, del Empire State, como King Kong.
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AQUEL enfermizo señor Perls había dicho en el desayuno que no era fácil distinguir a los cuerdos de los locos, y en eso tenía razón, sobre todo en una gran ciudad como Nueva York: el fin del mundo, con su complejidad y sus mecanismos, ladrillos y tuberías, cables y piedras, simas y alturas. ¿Estaban todos locos allí? ¿Qué clase de gente había? Una de cada dos personas hablaba un lenguaje particular, surgido de su propia imaginación; tenía sus propias ideas y sus costumbres características. Si uno quería referirse a un vaso de agua, debía remontarse a Dios, a la creación de los cielos y la tierra, a la manzana, Abraham, Moisés y Jesucristo; a Roma, la Edad Media, la pólvora; a la revolución; de Newton a Einstein; para terminar con la guerra, Lenin y Hitler. Después de pasar revista a todo eso y dejar de nuevo cada cosa en su sitio, podía pasarse a hablar del vaso de agua. "Me estoy desmayando; tráiganme un poco de agua, por favor." Aun entonces, había que tener suerte para hacerse entender. Y siempre ocurría lo mismo con todos los que uno se encontraba. […] De día uno no tenía más remedio que hablar consigo mismo y de noche había que razonar a solas. ¿Acaso había alguien con quien hablar en una ciudad como Nueva York?”
[Carpe diem, Saul Bellow, editorial Debolsillo, página 122-123]

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