29/5/11

Guerras


Mi ambición es nula, tanto la política como la literaria. Por lo tanto, ¿qué voy a hacer, yo, en Madrid? Nada. Respirar, vivir. ¿Observar? Mi capacidad de observación es insignificante.

DE alguna parte saqué yo esta cita de Pla que me gusta mucho y que traigo ahora aquí por el libro de artículos que acaba de publicar Jabois. Se titula “Irse a Madrid y otros artículos” [Pepitas de calabaza]. Pero Jabois va por otro lado, me parece. Esa modestia planiana un poco paleta no tiene mucho que ver con él. No sé nada de sus ambiciones políticas, que no creo que las haya (para ser algo en política hay que ser muy aburrido o parecerlo), pero en cuánto a ambiciones literarias yo lo veo fuerte, y con toda la razón. De ambiciones literarias está lleno el patio, pero la mayoría no pasan de delirios. Van por ahí echando espuma, con sus comas mal puestas, ese asma sintáctico de los que no leyeron ni el periódico o no tienen oído. El libro de Jabois lo leeré como si no conociese todos y cada uno de sus artículos. Serán artículos como llovidos del cielo después de la sequía, que no meados. Fue Delibes, ya viejo zorro, el que le dijo a Umbral: “Oiga, Umbral, usted escribe como mea.” Que no sé si le hizo gracia o no a Umbral esa comparación. Siempre es mejor mear que no mear. Yo lo que tengo claro es que Jabois no puede mear tanto ni tan bien como escribe, por mucha cerveza que se tome.

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LEO Tempestades de acero, el libro de Jünger sobre sus experiencias en la 1ª Guerra Mundial. Mediodía, sol, pajarillos, la ventana abierta. Qué paz. Una paz de muerto después de beberse unos vinos. Sólo echo de menos un mapa de Europa, y a poder ser con los movimientos de los ejércitos. Bueno, tampoco hay que exagerar. A mí la guerra me da un poco igual. Esto de aficionarse a las guerras es una costumbre muy de señor, de hombre/ fascículo con mujer ya un poco entrada en carnes. La obsesión por una guerra es algo así como una calceta de señor. El reducto del hombre gris, que va de la oficina con sus peloteos y su paciencia de santo a la guerra con sus salvajadas y sus cadáveres en fila. La guerra siempre ha sido algo que practicaron los jóvenes. Esa fascinación por morir tan alegremente. Follar o morir, no hay otra, y casi viene siendo lo mismo. Por ahí Freud y sus intuiciones desovilladas. No deja de tener algo de juego, aunque irreversible. En una greguería de Ramón se recuerda: “Lo más importante en la vida es no haber muerto”. Pero en la guerra, o al menos en esta guerra, lo importante parece ser otra cosa. Jünger escribe: “Lo que sobre todo no debe hacer un soldado es aburrirse.” Es decir, en la vida puede hacer uno cualquier cosa, hasta palmarla, pero nunca aburrirse. Cosas de la guerra. ¿Cuántos mueren en este libro? Debe estar la media en tres o cuatro por página, y todos con sus nombres. Lo sorprendente ya no es que fuera tan fácil morirse en esa guerra (no hacerlo parece un milagro), sino que un tipo de veinte años con ganas de marcha encontrase un hueco en su apretada agenda de bombardeado para escribir un diario. Entre los trabajos sin horario de la guerra, el enemigo dando el coñazo en el momento más inesperado, las pulgas, la falta de sueño y descanso, la mala alimentación y los heridos y cadáveres de las trincheras, Jünger entretanto no olvidaba su cuaderno. Me recuerda a Lobo Antunes, probando a escribir novelas durante la guerra de Angola. Qué derecho tiene uno a quejarse de los tacones de la vecina de arriba. Así nos salen después revoluciones que derivan en clases de tai chi y en talleres de juegos malabares.

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