1/4/11

Excelente música y el discursillo anarquizante

El único problema fue la empanada de lamprea.

Lo que tenía que salir bien salió muy bien. Podía haber salido mal. Siempre nos han parecido un poco gilipollas los que participaban en conciertos benéficos, hasta que nosotros participamos en uno. Ella tocando, D y yo corriendo la voz y haciendo los recados que hay que hacer, no habiendo niños cerca que los hagan. El caso es que ha salido bien; hubo público, casi más que sillas disponibles (doscientos butacones con falda), y hubo cámaras y fotógrafos que dieron fe de que eso estaba ocurriendo y de que al día siguiente se enterarían los que no habían venido. Tampoco le saltó una cuerda a nadie y la música salió de los instrumentos sin mayor imprevisto. Se presentó el alcalde y hasta el embajador de Venezuela, que pasaba por allí, según nos dijeron. Nuestro querido alcalde tiene el aspecto de uno de esos tranquilos topos de cuento infantil que asoman la cabeza de vez en cuando para olisquear lo que se cuece en el mundo. Tiene la voz quebrada de cura de pueblo. Parece un buen hombre y yo siempre lo he visto muy solitario, algo que quizá extraña un poco a todo el mundo, como si un alcalde siempre tuviese que tener alguien a su lado para darle coba o llevarle la cartera. Casi prefiero este tipo de políticos que ni tienen comunicación directa con dios ni salvarán al mundo con un chasquido de dedos. Son, dentro de lo que cabe, gente de fiar, pues así como tienen pocos ánimos para dar la nota diaria en prensa también tendrán pocas ganas de derribar cosas y poner otras peores en su lugar.

El día fue lluvioso. De alguna manera los goterones de metralleta fatigada se escuchaban en la capilla del parador. Nos llegaba el rumor de la lluvia por debajo de esa telaraña de cuerdas resonando en madera antigua que era la música. En las partituras unas notas ordenadas al gusto de unos señores de hace unos cuantos siglos. Se anula el tiempo, la mirada se queda clavada en ese altar o termitero dorado, o nos quedamos en los dedos de la pianista susurrándole al piano frases que sólo escucha él, quizá temiendo que el piano explote si no lo toca con cariño. Las obras contemporáneas sonaron muy bien, aunque puede que al público nunca le suene lo suficientemente familiar el aparente desorden de lo contemporáneo. Da igual lo bien que suene; si no hay una melodía más o menos clara que canturrear algunos se echan las manos a la cabeza. Lo bueno es que nadie se echó las manos a la cabeza, porque el tono fúnebre de lo moderno venía que ni pintado.

Puede que hubiese demasiada luz en la parte de la capilla en la que se tocó. Yo siempre necesito menos luz. Sobre todo cuando K leyó su pequeño discurso, que yo había escrito la noche anterior y que ella ensayó por la mañana. Justo cuando estaba sentado en mi silla, unos segundos antes de empezar el concierto, me entró en las carnes el pánico. Uno miraba todas esas caras y no veía que estuviesen allí para encajar aquellas palabras escritas en ese otro mundo que es la madrugada. De madrugada, a las tantas, uno se arrancaría la piel a tiras si se le diese por creer que es algo justo y necesario. De madrugada se arranca uno la piel a tiras con cualquier excusa. Uno se va arrancando la piel a tiras de madrugada, cuando de día, nadie, ni uno mismo, se arranca la piel a tiras por nada. Ni siquiera las pieles esas próximas a las uñas y que los niños, al arrancárselas, nos presentan como causa de dolores infinitos. Así que esas palabras que leería ella antes del descanso me estropearon el concierto. Pensé en salir corriendo; fue en lo único que pensé. En fin, no se decía nada tremendo en ese papel, pero se decía algo, y ese algo le parecía a uno justo y necesario. Y eso era lo malo; lo justo y necesario de ayer por la noche seguía siendo lo justo y necesario de hoy, pero no del todo. O no de esa manera. La página en blanco le hace creer a uno que tiene mucho que decir, pero el mundo real nos quita las ganas de todo, y sobre todo de decir algo. El mundo real le da uno ganas de callarse. Quizá eran las palabras: cómo reconocía esas palabras, ese orden. Trescientas palabras ordenadas en frases cortas con las que tirarme por un barranco. Era el puto discurso de un Lenin mal dormido y anarquizante, allí, entre tan buena gente pacífica y serena. Por supuesto no era para tanto. Ni de lejos. Vemos un fantasma, dejamos de verlo y por la noche dormimos tan tranquilos. Nacemos, morimos, comemos una empanada de mejillones y aquí no ha pasado nada. Recordaba las palabras de Onetti oídas justo la noche anterior antes de ponerme a escribir: “Las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio.” Por lo visto el consejo no me había servido de nada.

Hubo una cierta expectación; no sabían si levantarse a mear o esperar un ratito. Ella salió con el papel. Leyó muy bien; demasiado bien. Hubiese preferido menos claridad en la vocalización, las palabras menos nítidas, una niebla neutral de agradecimientos. Hubiese preferido que el discurso lo escribiese Deep Blue, el ajedrecista electrónico. D, que me veía con la cabeza escondida tras el cuello del jersey, me tranquilizó al acabar. La gente aplaudió y dos o tres japonesas se me abrazaron llorando, pues a fuerza de llorar van a sacarse de encima todos los tópicos. Aunque tampoco hay que exagerar. Después en la cena soportamos D y yo la cháchara de un cabrón sin escrúpulos sobre el folclore en el norte de Guadalajara, tan cercano a la jota aragonesa. Dos horas viendo a un tipo sudar y masticar empanada de lamprea mientras nos hablaba sin tregua de su tema. Pero fue la penitencia que pagamos porque todo hubiese salido bien, o por las trescientas palabras que leyó K.


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