BILBAO. Primer día. Caminamos despreocupados por la Gran Vía. Se hace de noche. Las gafas de sol de nada sirven, pero quedan tan bien. Hasta las feas tienen algo. Ya conocemos la ciudad, más o menos, así que no nos sentimos nada obligados a hacer cosas de turistas. Además ella viene a trabajar. Yo vengo de acompañante (puesto oficial) y de cuidador infantil. Está claro, me dice en la calle, que es un país de altos. Pero después de recordármelo varias veces, o de recordárselo, dice: Ah, es que no llevo tacones… Es por eso.
YO NO SÉ cómo era Bilbao antes. Yo veo cómo es Bilbao ahora. Y lo veo como un paseante sin destino, más que salir a comer y volver al hotel. Conozco Bilbao, no sé, de siete años para acá. El Bilbao de antes era el Bilbao gris, laborioso, hundido e industrial, agrio casi, en el que uno creía por tener algo a lo que agarrarse, no porque lo hubiera visto. Era el Bilbao que nos contaban. Por lo menos antes de que se inventase el Museo ese con arquitectura cibernética de repollo metalizado y contagiase al resto de la ciudad un futurismo próspero y modernillo, sostenible. No hay palabra hoy en día más bendita; sostenibilidad. Y ni idea de qué viene siendo, o si viene siendo algo de verdad. Pero a uno se le ocurren en esta ciudad esta y otras palabras de igual catadura, porque más que una ciudad parece la maqueta de una ciudad ideal. Las zonas verdes parecen pintadas por un Antonio López, de lo pulcras y bien cuidadas; las aceras son anchas y aparecen aquí y allá algunas de esas figuras con perro que se colocan en las maquetas para que no parezcan proyectos fantasmas. Hasta los perros, sin ir más lejos, parecen llevar una vida muy completa y cómoda. Hay zonas verdes para ellos en las que se relacionan con otros perros e intercambian babas y ladridos. Supongo que hasta las cucarachas, discretas y señoriales aquí, tendrán una calidad de vida excepcional. Es tan moderna y habitable esta ciudad que, ya digo, parece una maqueta radiante en la que no falta de nada. Los autobuses no portan esa publicidad espantosa que nos pone de mal humor y las papeleras son portentos de diseño. Al fondo de algunas calles, muy cerca, se ven las colinas verdes, pero de un verde otoñal, terroso, y le da a la ciudad un aspecto muy sano y desahogado. Uno tiene a la vista el campo, lo rural, el verde pastoril, y tan cercano que casi podemos ver a la oveja que en estos momentos dispara sus pelotillas de mierda en la pradera, tan cerca de nuestra vida urbana que no nos hace extrañar nada ni perdernos en nostalgias por una vida más auténtica entre vacas y tomates. Esto desde una terraza céntrica tranquiliza mucho; todo parece a mano, la vista descansa con ese fondo bucólico. Los humos del tráfico son un espejismo y hasta el tranvía verde, silencioso como un rayo sin trueno, lo vemos pasar como una parte del futuro que nos adelantan.
Supongo que exagero, pero también supongo que no. Han sido unos días de sol. Eso también influirá.
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