27/2/11

Una tarde sin lavadora

¿Será esta la mujer amada/ odiada de la que tanto se habla en el libro? Ni idea.


Hay cosas sencillas en la vida. O en el mundo, que será lo mismo. La vida, el mundo. El universo; ¿Es sencillo o complicado? Pues no lo sé. No estoy borracho. Los domingos por la mañana no suelo estar borracho, o al menos no suelo beber. Iba a decir; hay cosas sencillas, como arreglar una lavadora. Hay cosas sencillas, como sentarse en una silla de la cocina y sobre el mantel escribir una factura (72 euros) por cambiarle un pistón a la lavadora. Un pistón o lo que sea. Por la tarde, antes de ayer, esperé al señor técnico a que viniera a arreglarme la lavadora. Sin lavadora vivimos en el caos. Medio día, o día y medio, ya no sé, sin lavadora, y la casa se hunde. Nos pica todo el cuerpo con sólo saber que no funciona la lavadora (no voy a poder cambiarme el calzoncillo y eso me turba); las montañas de ropa no nos dejan pasar; las ensaladas nos escupen sus fluidos y aparecen lamparones criminales en la camisa. Sin lavadora. Mientras espero al salvador me quedo leyendo, esta tarde, los Diarios de Cheever. Nunca pensé que podría leerlo más de tres días seguidos. Llevo un par de semanas.

Ya sabéis; alcoholismo, homosexualidad no aceptada (ni por él ni por su época, años 40, 50, 60…), maldiciones a diestro y siniestro. También, un matrimonio deprimente, destructivo. Su Mary es un poco la bruja de un cuento de hadas; nos extraña que le torture no poder tener sexo con la bruja. Pero así es la vida. En los cuentos de hadas a la bruja la acaba aplastando un camión de transporte de gallinas, o de cerdos, por lo menos en la versiones más actuales. Pero en la vida se diría que no existen los camiones que transportan cerdos. O no atropellan brujas. En la vida uno puede ser católico practicante, un respetable padre de familia y hasta un respetado escritor. Un hombre que puede cambiarse cada día el calzoncillo. Un hombre que da una conferencia con el calzoncillo impoluto, mientras los oyentes pedorrean en silencio sobre sus calzoncillos de oyentes de conferencias. La vida sencilla o complicada, pero la vida. Pero uno en su diario está obligado a ser un cerdo. Nos hemos quedado a solas con nosotros mismos y sólo vemos al cerdo. Nuestro cerdo sensible, nostálgico, lúcido. Ya Freud detectó a su cerdo e hizo de él una filosofía y un negocio para varias generaciones de timadores. Si la vida de afuera son calzoncillos limpios, por insistir en el tema de la lavadora, la vida de dentro, la vida secreta, es el calzoncillo usado. Es, por otra parte, una obligación para el genio literario; enseñarnos su palomino.

Cheever creía en su posteridad. Veía su posteridad, en vida. Lo tenía bastante claro. Pero no sé hasta qué punto no fue un personaje más de sí mismo. Uno de esos personajes desgraciados pero risibles, por no decir ridículos. Los diarios de Cheever son excelentes, y se leen, yo creo, por el gusto de saborear esa prosa. También por el gusto de refocilarnos con su cinismo, que es en lo que muda la ironía muchas veces cuando se roza con una infelicidad corrosiva. Es una escritura para ser leída, no sólo para ser escrita. Ese rollo terapéutico. Lo que sí veo es un Job en manos de un Dios bromista, un cachondo. Y en manos de alguien así; ¿cómo tomarse en serio a uno mismo?

En los mejores diarios es algo básico; el personaje principal se ve a sí mismo desde fuera. Ese otro que es uno cuando no escribe. O que hace que es.
Canto en voz alta a la vieja perra: “He arrancado un limón en el jardín del amor, donde solo crecen los melocotones.” [Cheever. Diarios, pág. 450. Emecé]

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