20/2/11

El monte







Subimos al monte.

El monte es nuevo. El monte es caro, según todo el mundo. No se habla de otra cosa.
Llevo años viendo cómo crece ese monte, o cómo no acaba de crecer. Años oxidándose, años incinerando pasta. Años ahí, invisible, años pensándose.

Pero ya están dos edificios abiertos en el Gaiás. No son pirámides, pero yo pensé en las pirámides. Lo que no acabé de ver allá arriba fue la vieira, aunque no digo que no esté. Yo al menos no quise verla. Está el que ve a Cristo en una mancha de humedad. A mí lo de la vieira me parece un chiste, un chiste de pedos. Me da igual lo que diga Einseman con su charlatanería y modestia de encantador de serpientes. Ni siquiera hace falta que haya una vieira. Ya sé que nombrarla es suficiente para que la haya. Oiríamos el mar en esa vieira si hiciera falta. A Fraga, seguro, le convenció lo de la vieira. Esa vieira astronómica colocada de sombrero a un monte.

Yo veo más bien esas murallas de arena que hacen los niños en la playa desde sus poltronas privilegiadas de celulosa y caca. Puede que hasta me gusten esos edificios, la verdad. Han nacido viejos, abandonados ya antes de ser abandonados por falta de uso. Son los templos vacíos de una nueva cultura sin cuerpo, el recuerdo de una época extinguida. Nuestra acrópolis. Divanes para dioses comiendo uvas, literalmente.

Está muy mal visto que le guste a uno esta colina reconstruida. Este despilfarro. Pero no abogo por el despilfarro, que no entiendo y se me escapa y me parece más de lo mismo, estupidez al volante. Quizá me guste lo que tiene de absurdo, de cosa vieja inútil. Pero intentan convencerme de mi error, me miran confundidos. Lo que me sorprende es que sólo nos importen estos despilfarros con brillantina; el Audi de Touriño, como forrado de oro, y este Mausoleo para uno de los pocos políticos capaces de sobrevivir a una explosión atómica, si se diera el caso.

La biblioteca ya tiene ese aspecto de museo arqueológico. Los libros, dentro, son reliquias de otro tiempo. No lo son, y no creo que lo sean en mucho tiempo. Pero parecen decirnos ahí dentro, los libros; sí, alguna vez existimos, aquí estamos, somos la prueba.

El cielo estaba muy negro y en todas partes resonaba un eco delicioso, de pasos o de voces. Puede que fuesen los obreros, charlando mientras se comían el bocadillo. Quise ver el lugar como de una contemporaneidad antigua, una cosa que ya nos viene vieja desde el futuro. Un mundo futuro traído desde la ciencia ficción de los cincuenta. Un Cecil B. DeMille ya no de cartón, y sin romanos y sin masas.

Podemos decir que tiene, por lo tanto, la autoridad y la nobleza de lo amarilleado por el tiempo, esa piedra recién estrenada. Ya casi vemos el musgo del lugar abandonado, y eso antes de terminarse. Es la ciudad pos apocalíptica, sin Apocalipsis, claro, que no hace falta. No podía llamarse de otra manera; Cidade da Cultura.

Me fije en la visita guiada. La realidad no podía ser más metafórica. Los pájaros se echan a las escopetas, y hasta la metáfora bruta se nos mete en un ojo con desparpajo de gitana. El grupo se movía torpe, tropezándose unos con otros. Hipnotizados por la voz gritona de la guía, pero también aburridos. Atendían ojerosos, la mirada perdida y la boca abierta de los que no pueden evitar (por el tratamiento quizá) que se les escape algún hilo de baba de vez en cuando.

Le di un cigarro a uno de los internos del psiquiátrico y nos lo fumamos mirando hacia lo alto.
Estamos en un mundo raro. Me pareció un lugar hermoso, delirante. Nos daba el viento por todos los flancos.

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