1. El jueves 23 de enero de 1992 el escritor argentino César Aira escribe lo siguiente:
"Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente, en la última miseria física o mental, o las dos juntas, por ejemplo aislado y condenado en la alta montaña, hundido en la nieve, en avanzado estado de congelamiento, tras una caída de cientos de metros rebotando en filos de hielos y rocas, con las dos piernas arrancadas, o las costillas aplastadas y rotas y todas sus puntas perforándome los pulmones; o en el fondo de una zanja o un callejón, después de un tiroteo, desangrándome en un siniestro amanecer que para mí será el último; o en un pabellón para desahuciados en un hospital, perdiendo hora a hora mis últimas funciones en medio de atroces dolores; o abandonado a los avatares de la mendicidad y el alcoholismo en la calle; o con la gangrena subiéndome por una pierna; o en el proceso espantoso de un espasmo en la glotis; o directamente loco, haciendo mis necesidades dentro de la camisa de fuerza, imbécil, oprobioso, perdido… lo más probable sería que, aun teniendo una lapicera y un cuaderno a mano, no escribiera. Nada, ni una línea, ni una palabra. No escribiría, definitivamente. Pero no por no poder hacerlo, no por las circunstancias, sino por el mismo motivo por el que no escribo ahora: porque no tengo ganas, porque estoy cansado, aburrido, harto; porque no veo de qué podría servir."
Este será el texto introductorio de un libro que luego titulará Diario de la hepatitis. Justo unos días después, en febrero, inicia el diario con estas palabras: "Qué sentimiento de error interminable…"
2. Exacto; error interminable. Ayer ojeaba una revista mientras tomaba un café. La revista era una revista literaria; pasaba las hojas, sin atreverme a leer nada. Estaba tan asqueado con esas caras. ¿Qué era lo que me molestaba de esas caras, de esos bigotes, de esas cejas, de esos peinados, de esas barbas, de esos pechos turgentes, de esas manos peludas y labios gruesos, de esas canas de sabio? Todas eran partes fundamentales, visibles, de escritores de éxito, machos y hembras. Me molestaba, quizá, el molde fotográfico. Todo el mundo en las fotos, aunque unos más que otros, parece poner cara de máscara mortuoria sorprendida de estar viva todavía. Razón por la cual tenemos al menos dos caras; la cara de las fotografías y la cara del espejo. Quizá haya una tercera cara que es la que ven los demás; pero esa es un misterio para nosotros.
Ellos, los inmortales de las fotos, miraban al infinito; el infinito asentía, satisfecho. Yo miraba la lluvia, la lluvia me miraba a mí. En Santiago, hay que decirlo, siempre, siempre, llueve sin ganas. No es una lluvia activa, que va y viene de alguna parte, con muchas cosas que hacer. Es por el contrario una lluvia anémica, casi tímida, avergonzada de sí misma. Sólo muy de vez en cuando parece sentir ganas de hacer algo importante y es entonces cuando se vuelve loca, cuando va por ahí acribillando tejados y puertas y persiguiendo a todo el que sale a la calle. A veces deja de llover. Pero cuando no llueve también llueve, eso también es verdad. El que puede se queda en casa leyendo, viendo la tele, abriéndose las venas en secreto.
Yo seguía pasando caras.
4 comentarios:
no sé por qué me río, si es triste... o no.
la lluvia-Santiago-las caras de los escritores momificados-César Aira con hepatitis...
me ha hecho gracia, sí
No tenía conciencia de estar contando algo triste, o muy triste. La lluvia es más cansina que triste, y Aira no habla en ningún momento de hepatitis, a pesar del título. Como en "Cómo me hice monja" no sale ni una monja.
En definitiva, no soy escrupuloso, y casi prefiero que rías que que llores.
Leo el primer párrafo y me digo: "este César Aira, siempre poniéndose en lo peor..."
Pero hasta en lo peor se le ocurren unas fantasías de crío acojonantes. Medio diario se lo pasa lamentándose por una historia de un taladro... que se le ocurre...
Es lo más pesismista que leí de este tío. Y aún así da poco miedo.
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