28/4/09

Algo sobre Flaubert

Adiós Flaubert. Se me murió en las manos. Empecé con mucha ilusión Bouvard y Pecúchet en la edición de Blacklist. El gordo y el flaco en novelón decimonónico, pero lo dos gordos, o los dos flacos, ya no me acuerdo. Y esta línea de diálogo que encontramos en los primeros capítulos (¡Haremos lo que nos plazca! ¡Nos dejaremos crecer la barba!), y que salva la novela, pero ni así la salva. Es Bouvard a Pecuchet o Pecuchet a Bouvard el que la pronuncia, pero qué más da uno u otro si son la misma persona en dos cuerpos.

No me gustó Bouvard y Pecuchet. Sabemos que es una novela inacabada. Flaubert se murió para no tener que acabarla. A Flaubert le costaba escribir y a nosotros, a mí, me cuesta leerlo, al menos en esta novela, aunque recuerdo la sensación claustrofóbica que tuve al leer sus otras novelas. Veía sufrimiento en cada frase. Sangre. Cada sujeto y cada verbo y cada predicado encajados con dolor, maridados tras grandes esfuerzos, aunque con resultados excelentes a primera vista. Pero Flaubert no escribía; Flaubert operaba. El verdadero doctor Frankenstein era él, y sus libros monstruos que huelen a moho, menos la Bovary, pues siempre hay un Vargas Llosa que se emociona ante la monstruosa condena al aburrimiento de esa mujer casada con un médico blandengue y su posterior affaire y muerte. Madame Bovary es uno de los personajes literarios que peor me caen, una adúltera tan sin alegría. Siempre me la imagino masticando, no sé por qué. Y así a todo en lugar de optar por los clásicos látigos y cilicios de cada hijo de vecino opté por leer mucho a Flaubert cuando era demasiado joven para ver en la mesura algún atractivo. O todo o nada, así pensaba. O todo y nada, más radical aún. Pero es sólo una frase imposible de cumplir ni a los dieciséis, pues nadie con un poco de sangre en las venas se lee Salambó (esa ópera en prosa) hoy en día, ni ayer. De La educación sentimental no me acuerdo de nada. El tiempo que invertí en leerla no me da, hoy en día, ni para una frase, a no ser para decir que no recuerdo nada. Y que me había gustado como ninguna otra obra de él.

De pocos autores que ya no leo ni estimo demasiado puedo decir que ha sido tan importante leer como Flaubert. Es el mejor antídoto ante el exceso de celo en la escritura.

De Flaubert aprendemos a bucear sin sacar la cabeza. Inventó, o patentó al menos de tanto repetirlo como un mantra, la idea de que el escritor no debe aparecer de una u otra manera en su prosa por nada del mundo. Lo mejor que podía hacer un autor al narrar era desaparecer. Esto hay que saberlo muy bien para olvidarlo pronto. No es lo mismo olvidar algo que no saberlo, como todo el mundo sabe. Flaubert impone la visión objetiva. El estilo era la varita mágica que propiciaba esa desaparición del autor. Para lograr esto Flaubert se torturaba. Se clavaba palillos entre la uñas para sufrir un poco más mientras buscaba la palabra justa. De la vida de Flaubert tenemos la imagen de un galeote, remando sólo gracias a esfuerzos sobrenaturales. La novela, para él, era un barco gigantesco que tenía sacar adelante remando cada día un poco. Una semana para escribir una frase, clama en sus cartas un montón de veces. Después se iba en barquita con Louise Colet y la instruía en el complejo y arduo trabajo del remar y de la navegación, o ya pasando de la maldita metáfora, del arte de escribir, y decía cosas muy interesantes, y encontrando en esos pequeños tratados de arte y vida la palabra justa sin tantos miramientos. Lo más interesante que podemos leer de Flaubert, sin duda, son sus cartas.

En Bouvard y Pecuchet Flaubert representa su condena; a sus remilgos con el estilo se suma su incapacidad para escribir nada que no haya verificado en la realidad antes. Cada dato, cada movimiento, cada descripción debe partir y acogerse únicamente a lo existente en la realidad. Flaubert no escribe una novela; la copia de la realidad, sea la realidad un vestido de frufrú o un manual de jardinería o los tarros de un farmacéutico. Y si todo es una ficción él hace que todo suceda antes en la realidad. Fuerza a la realidad a generar su novela. Eso no es fácil. No escribe, por tanto; copia, como los protagonistas, Bouvard y Pecuchet, que son copistas.

Según afirma Carlos Pujol en el prólogo se ha calculado que Flaubert consultó para escribir esta novela cerca de dos mil volúmenes, de los más variados temas. El resultado; una obra de alguien que se leyó cerca de dos mil volúmenes para escribirla. Al leerla lo tenemos muy presente, porque vemos cada volumen reducido a una frase, a dos. Lo vemos en cada párrafo. A pesar del estilo conciso y claro de Flaubert y de su capacidad para desechar lo que sobraba, es esta una novela absurda, en el peor sentido de la palabra. Una novela circense. Ambos protagonistas tienen tanta fe en los libros que la contradicción de dos teorías para explicar un mismo fenómeno los descoloca como si hubiesen visto un cerdo volando y acaban dejando todo aquello en lo que se meten para interesarse por otra cosa; agricultura, filosofía, medicina, jardinería, espiritismo, química, etcétera. La novela es la sucesión mecánica de intereses y desilusiones de dos tipos a los que nunca acabamos de diferenciar, a no ser por sus nombres. Al final, o ese final que Flaubert tenía pensado, ambos protagonistas después de pasar por el estudio fracasado de todas las materias que un bibliotecario pueda imaginar, vuelven a su primera actividad; copistas. "Se ponen a trabajar", nos dicen en el apéndice final.

En Flaubert el lenguaje es el protagonista, y él, el autor, en ese afán por desaparecer que vemos en cada frase, es un protagonista más de su narración, o el gran protagonista disperso en sus tipos. Su ilusión era hacer "un libro sobre la nada", sostenido sólo por el estilo. Anticipó a Joyce y la vía muerta que representa. Está en Kafka, en esa frialdad de prosa automática, y por lo tanto está muy presente en el meollo de la literatura del siglo pasado. Flaubert era el Jesucristo que murió en la cruz para que los demás sigamos pecando.

7 comentarios:

conde-duque dijo...

Joder, y que este artículo no esté en los periódicos o en las revistas o en un libro o en algo... Después los suplementos culturales y demás están llenos de mierdas ridículas y aburridísimas. Es increíble.
El otro día dije que me gustó mucho el libro de artículos sobre escritores de V-M "Para acabar con los números redondos". Pues este post vale más que todo ese libro.

Portarosa dijo...

Tampoco yo pude acabarla.

Un saludo.

Miguel Baquero dijo...

Coincido en todo lo que opinas sobre Flaubert (muy bueno lo de la Bovary siempre masticando, aunque a mí esa novela en concreto sí me gusto), es decir, en ese hecho para mí enfermizo de hacer de la escritura un sacramento. No coincido con el párrafo final, no creo que Joyce sea una vía muerta, ni mucho menos. Pero, sobre todo, coincido con Conde Duque en el nivelazo de este artículo, en su independencia, su originalidad y su valentía al pasar por encima de tantos topicazos literarios.

Enhorabuena, eres un crítico de primera (pero en lo de Joyce y la vía muerta te ha equivocado, que conste)

carmen dijo...

En sus cartas era él. En sus novelas, él, sangrante, consumido en el tintero.
Y todo por no saber que nadie se queda fuera de su mano...

Anónimo dijo...
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Mabalot dijo...

VAYA ANÓNIMO MÁS PLOMAZO. Gracias por vuestros comentarios, Conde, Porto, Miguel, Carmen.

En un blog tampoco tiene mucho mérito ser independiente. Si no lo soy aquí, a ver dónde.

Os recomiendo el libro de Maupassant sobre Flaubert, que publicó la editorial Periférica. es buenísimo. Me leí después de escribir este artículo, así que copio algo aquí más tarde.

Saludos.

Anónimo dijo...

zzzzzzzzzzzzzz