Acaban de pasar dos payasos por la calle, con un maletín cada uno. Van con pantalones cortos y muy anchos, color butano uno y verde fosforito el otro. Quizá una americana violeta de lunares fucsia y el otro puede que amarilla, porque primero veo y más tarde escribo. Así que escribo como si estuviese pasando pero sólo los veo en mi cabeza, reproducidos una y otra vez. Estos payasos caminan muy serios, mirando al frente y a paso ligero. Parecen unos payasos ejecutivos, con negocios muy importantes que tratar. Calzan unos zapatones enormes, de cordones, hasta los tobillos, con las punteras redondas, como pelotas de fútbol negras. Un payaso es más alto, el de los lunares, y parece más serio que el bajito, que camina levantando mucho los talones, y gesticula algo con las manos. El pequeño es el que habla; el alto ni se inmuta. Dan la vuelta a la esquina.
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El señor oxidado se sienta, lentamente, en la terraza del bar de enfrente. Ya está. Se queda mirando a ningún sitio. Hasta la hora de comer. Este hombre se arrastra hasta la taberna todos los días. Lleva un traje con mucha caspa antigua, camisa blanca, corbata morada, como su cara (corbata que le apunta a los testículos y le dobla el espinazo, como si le pesara demasiado). Unas gafas enormes y un bigote hitleriano, leve, casi invisible, café con leche, o color sucio, desteñido, como si se lo hubiese lavado demasiado con agua del grifo. Los calcetines blancos y los zapatos de plástico agrietados. La frente de cera, llena de pústulas, rojeces y manchas marrones. La nariz gorda, inflamada y rugosa.
El oxidado es padre. He visto a una de las drogadictas del barrio sentada a su lado. Le llama papá. El oxidado ni se inmuta. Sigue a lo suyo; parece disecado; mira a ninguna parte, fuma, bebe su vino. La hija es grande y habla mucho, gesticula apurada. El padre es todo lo contrario; tan blanco, tan lento, tan tieso y al mismo tiempo frágil. Una sabana amarilla.
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Veo a un tipo que cruza la calle, delante de mi ventana. Es alto, la chaqueta colocada en los hombros con las mangas sueltas, los pulgares en los bolsillos a lo cowboy, los zapatos en punta, los pantalones vaqueros estrechos y gastados, el pelo encanecido mojado y peinado para atrás. La cara de recién levantado, con los parpados inmensos, el paso desafiante. ¿Quién será este fulano?
1 comentario:
Qué bien.
Un abrazo.
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