UN grupo de niños agarrados a la rejilla de un colegio gritan todos a la vez tratando de indicarle algo a un hombre que se agacha y mira bajo los coches aparcados. ¿Dónde? ¿dónde?, dice el hombre. Los niños, que rondan los cinco o seis años, berrean como locos y señala cada uno a un sitio. Me paro y me río del jolgorio y también bajo el espinazo (rodillas al suelo) ante un coche verde que ahora parece la clave del conflicto. Busccamos una pelota. Varias personas se paran y miran al suelo, entre las ruedas de los coches aparcados. Otros algo asustados esperan enterarse de lo que pasa.
No veo nada. Los mismos que me señalaban el coche verde gritan ahora algo que no entiendo. Están tan excitados que no puedo evitar reírme y dejar en manos del primer buscador la hazaña de encontrar el tesoro.
Después, cuando subo en coche por la misma calle, veo al tipo con una pelota blanca golpeándola como un portero. El balón pasa por encima de la verja y el revuelo de los críos desaparece al instante, aunque queda un rumor lejano, feliz.
La verdad es que es casi inevitable no ver en este grupo de enanos a una banda de gorriones alterados. Y me acuerdo de uno de los grandes pecados que Umbral le señalaba a Galdós, además de tener cara de billete de mil pesetas; haber comparado a los niños con pajaritos al salir de clase en la novela Miau. Le parecía insultantemente manido el símil.
Este es el principio señalado, una maravilla. Leer a Galdós pone de buen humor:
A las cuatro de la tarde, la chiquillería de la escuela pública de la plazuela del Limón salió atropelladamente de clase, con algazara de mil demonios. Ningún himno a la libertad, entre los muchos que se han compuesto en las diferentes naciones, es tan hermoso como el que entonan los oprimidos de la enseñanza elemental al soltar el grillete de la disciplina escolar y echarse a la calle piando y saltando. La furia insana con que se lanzan a los más arriesgados ejercicios de volatinería, los estropicios que suelen causar a algún pacífico transeúnte, el delirio de la autonomía individual que a veces acaba en porrazos, lágrimas y cardenales, parecen bosquejo de los triunfos revolucionarios que en edad menos dichosa han de celebrar los hombres...
Miau, Benito Pérez Galdós, Alianza editorial, 1997.
2 comentarios:
Completamente de acuerdo contigo, Mabalot: leer a Galdós consigue ponerle a uno de buen humor, aunque no sea un chistoso. Porque no es un escritor que te haga reir a carcajadas, aunque también lo logra en algunos momentos y con algunos personajes, sino que es único transmitiendo autenticidad vital. Y si entras en el juego, ya es imposible no sentirse feliz por poder vivir eso, aunque sea de prestado, a través de las palabras de otro. Sus novelas tienen algo común con la escena que describes, la de los niños del balón: que durante unas horas, después de haber vivido algo así, pienses que sí, que después de todo la vida tiene momentos que merece la pena meterse en el bolsillo para poder tocarlos y saber que ocurrieron y que son verdad, para acariciarlos como si de un amuleto se tratara cuando las cosas no van tan bien...
Aunque no sea un chistoso, claro, que no lo es. Acabo de leer el discurso de ingreso en la RAE de Wenceslao F. Flórez sobre el humorismo, y señala esa diferencia entre el chiste y el humor. Galdós tiene humor y emociona. En la historia literaria hay algo que une casi misteriosamente a Cervantes y Galdós, parecen segur el mismo camino, y solo ellos dos. Un caso de reencarnación, parece.
Un comentario precioso, Teresa.
Y Miau es una de las mejores novelas de este santo.
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