Me gusta entrar en las librerías y que me dejen en paz, simultáneamente. Si es antro conocido ya voy a tiro fijo, a ver que se cuece desde la última, y si es librería nueva para mí tanteo la plaza y embisto como siempre, a los lomos de siempre. Ah, las librerías de viejo (ya nadie dice así) son otra cosa; ahí el olfateo es más meticuloso y lento, las otras, las de nuevo son puro calentamiento. Busco, no sé qué busco. Mi careto es del que ha perdido algo y no renuncia a joderse, entre ansioso y sistemático. A veces cojo un libro y lo dejo: a veces cojo otro y abro la primera página. Autor; sabe dios, si sabe, y título el que sea, Huevo frito a las ocho, o El Sudario de Seda. Y esa primera página es de verdad o es cagada. Hojeamos el resto y nos vamos con otro planeta para casa, u otro mundo u otro pozo u otro chalado... u otra cagada, que también nos pasa de vez en cuando.
No solo en ediciones diferentes los libros no dicen lo mismo, con luz diferente también la cosa cambia. Pero sin ponerse muy exquisito (que todos nos limpiamos los cuartos traseros) habría que dejar claro que hay principios de libros, novelas o lo que sea, memorables, por la razón que sea ; normalmente porque al escritor el espíritu santo le toca la colleja y le pone a escribir un libro, después suele anbandonarle y el resto es cosa de relleno, o no, y escribe como enchufado al más allá el resto.
Y ahora para equilibrar tanta sublimidad y que no me quede el negocio descompensado ahí va un principio bastante chorra, pero que encandila como todo lo de este hombre (hasta que te aburres, con esa retórica de osito de peluche nihilista):
Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón.
Thomas Bernhard, El Frío (1981).
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