4/5/12

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Empieza uno de los ensayos autobiográficos de ese libro: "Yo tengo los zapatos rotos y la amiga con que vivo en este momento también tiene los zapatos rotos." Es Natalia Ginzburg y el libro Las pequeñas virtudes. Libro bonito, como al margen de todo, también de la literatura. No del lugar que ocupa en la literatura, que es modesto, me parece. No, al margen del juego. Un confesarse como para pasar la tarde. Contar lo pequeño. Contarse, y qué más da todo.

Dice la Ginzburg en ese texto que nunca tuvo que andar con zapatos rotos de pequeña, y que su familia se indigna cuando la ven con esos zapatos rotos, pues en su familia nunca han llevado unos zapatos rotos. Pero ella sabe que se puede vivir con unos zapatos rotos. Se diría que añora esos zapatos rotos. Conoce la incomodidad de mojarse los pies, de sentir el frío del empedrado de Roma. Me recuerda a esa nostalgia rara de la que hablaba Hemingway en su mejor libro para mi gusto, su A moveable feast, en París, cuando fueron pobres y felices. Esa nostalgia de la sencillez y la pobreza puede que sólo surja cuando sea algo lejano, ya improbable, y la infelicidad presente de la abundancia reaccione volviendo a ese pasado idealizado.

Hoy, al bajar por el Preguntoiro llovía y entre las losas se formaban pequeños charcos que todo el mundo, menos mi hija, esquivaba. Lo hacía con más o menos disimulo, pero vaciaba cada charco pisándolo con ganas y me salpicaba. Yo la increpaba. Llevaba botas, aseguraba tener los pies secos. Con botas podría pisar una piscina, si le apeteciese. Yo me acordé de la obsesión de mi madre por que siempre tuviéramos los pies secos. Cuando me fui de casa lo primero que hice fue dejar que el agua entrase y saliese como quisiese de mis zapatos. Dejé de pensar en la lluvia a la hora de calzarme, como si fuese una contingencia menor, y efectivamente, era una contingencia menor. Tan menor que saltaba los riachuelos y los charcos con mis zapatillas empapadas. Durante horas sentía los pies, omnipresentes. En uno de sus diarios Dalí dice que para escribir se calza unos zapatos que le aprietan muchísimo, y que ha dado sus mejores conferencias con esos zapatos torturadores. Al parecer, el tener siempre presente ese dolor le distraía de su nerviosismo. Respecto a la humedad, creo que aquellos pies se vengaban de años de civilización, de aquellas botas impenetrables que arrastraba con torpeza de niño. Hoy llevaba unos zapatos perfectamente civilizados.

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