9/4/12

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André Wilms y Blondi Miguel en "Le Havre". 

De cine cada vez sé menos. Afortunadamente. A mí, a poco que me dejen, me pongo muy taoísta. O socrático. Quizá sea este el principio de una sabiduría despojada; un ir quitándole pétalos a la flor del conocimiento, que era una flor de plástico, de pega, un charlar para las ovejas. Después de la película salimos, a fin de cuentas, en paz, y eso es lo que importa. La película, buena o mala, nos daba igual; era de esas películas que le hacen creer a uno, más que en el cine, en lo que nos rodeaba. Qué fácil ser feliz por trece o catorce euros. Comentamos alguna escena, algún diálogo, y recordamos esas caras de estar posando para un lienzo holandés. Ahí estaba el silencio. Si hay dos grandes del cine actual que hayan devuelto al cine la importancia del silencio, un silencio poético pero no dramático, esos son T. Kitano y Aki Kaurismäki. Precisamente nada dramático ese silencio. Os calláis; tu miras al suelo y tú a la pared. Un ensimismamiento posterior a todo lo que se ha tenido que hablar. Es una forma de ahorrarnos a la marquesa saliendo de su casa a las cinco, que como sabemos es lo que echa a todo el mundo para atrás de las novelas y películas de ficción. Finjamos que hay marquesa y que hay casa, pero no tanto.

Kaurismaki, en "Le Havre", se pone al parecer optimista. Aunque más que optimista yo lo veo irónico. No es una película a la que le importe la verosimilitud. Cada vez tengo en menor estima a la señora verosimilitud; si un periódico es el termómetro de la verosimilitud, de lo que en la vida urgente sucede, entonces la tarea del que escribe fuera del periódico no debiera ser atenerse al dictamen de la cosa esa. "Los milagros existen", dice el médico. "No en mi barrio", contesta la esposa enferma. Porque, cómo si no abordar un cuento de hadas en los bajos fondos de una ciudad portuaria. Lo que era balneario aparece como una Marsella normanda; fachadas destrozadas por el viento salino, ya no por la Segunda Guerra Mundial, y rostros ajados quizá por lo mismo.

El protagonista cena en silencio en la cocina; moja pan y bebe su copita de vino.

Vaya si existen los milagros. Hemos podido ver esta película en el cine.

Por cierto, sale Jean Pierre Léaud haciendo de hijo de puta. Una pequeña concesión a la verosimilitud.

Casualmente, antes de salir para el cine leo el prólogo de "Edad de hombre", de Michel Leiris. No sabía. Lo escribe en Le Havre. Es diciembre de 1945: "Le Havre está ahora en gran parte destruida. Me doy cuenta de ello desde mi balcón, que domina el puerto con la suficiente distancia y altura para poder estimar en su justa medida la aterradora tabla rasa que hicieron las bombas en el centro de la ciudad, como si se hubiera tratado de renovar la famosa operación cartesiana en el más real de los mundos, en un terreno poblado de seres vivos. Frente a esto, los tormentos personales que constituyen el tema de Edad de hombre son, sin duda, poca cosa. [...] ¿Qué puede representar, en la enorme confusión torturada del mundo, ese humilde gemido referido a dificultades estrictamente limitadas e individuales?" [pag. 11, ed. Laetoli]

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