24/1/12

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Bajo a Madrid poco. Al menos últimamente. Casi se puede decir que bajo más a Lisboa que a Madrid, aunque en Lisboa tampoco se me haya perdido nada. O quizá sí. En Madrid poco a poco me he ido haciendo un exilio de amistades; los que fueron un día y siguen siendo amigos, y los que han ido apareciendo. Quizá también nos buscamos  a nosotros en las ciudades que visitamos, más por curiosidad que por egotismo. Decía Umbral que una mujer es la puerta jónica a una vida posible. Lo que no sé es porque tiene que ser jónica. Cosas del maestro. En otra ciudad también está la vida posible que no vivimos, o que alguien vive por nosotros. Por supuesto, la vive sin enterarse de nada, porque es lo que tienen los dobles, que se pierden mucho en no se sabe qué. Ya en Madrid he visto que ahí sigue el millón de cadáveres, más vivo, más fluido, más variado, que nuestro millón de cadáveres, muy repartidos. Tarda uno en acostumbrarse a este frío seco; quizá el frío de Madrid sea algo que quema y el de aquí algo que te pasa la lengua. Al rastro, temprano, no tan temprano, no llegaba el calor amarillo de las fachadas terrosas ya tocadas por el sol. Bonito, entonces; persianas y geranios vigilando el sueño de los borrachos. Tenemos la impresión en el rastro que sin guerra civil no habría nada que hacer allí. Nada que ver ni que comprar ni que recordar. El rastro es lo que Madrid tiene todavía de posguerra, y claro, de guerra. No por lo obvio, que salga el recuerdo cada dos por tres en postales, libros y carteles o lo que sea. Las propias calles parecen haber sido bombardeadas; y si no bombardeadas, al menos abandonadas a su suerte, como tomadas por una arenisca de trinchera. Los desconchados de las paredes están muy pensados. Vemos en el rastro el esplendor mustio de lo que no sirve para nada, dentro de lo que no sirve para nada. Están los dorados polvorientos de la cacharrada, el negro de los calcetines que se venden por kilo, el amarillo pis de los papeles, las narices encarnadas de los curiosos y los ojos vivísimos de los conocedores. He ido al rastro a ver la fauna, más que libros o desechos o tesoros. Apenas he sacado las manos de los bolsillos, escuchando. Tuvimos la suerte de ser muy bien paseados arriba y abajo. No hay maniquí que esté más vivo que uno del rastro, aunque le falten uno o dos brazos, o incluso el tronco. Son esos maniquíes callejeros y en pelotas los que mostrarían mejor que los otros más finos de las tiendas eso que Schopenhauer llamaba voluntad de vivir si no fuera porque Schopenhauer viene siendo demasiado sofisticado para un maniquí de rastro. Se ofrecen como prostitutas alegres, desvencijadas, mudas, aunque la juerga vaya por dentro. Los vendedores les cambian la postura, para que nos encaprichemos, entre tanta porquería. Pero no tenemos el día, y en general la vida, fetichista. Hay algo de entomólogos en estos amigos que saben, que buscan y que encuentran. Levantan con delicadeza la piedra justa; encuentran la colonia de bichos donde antes sólo había una piedra sin misterio. El rastro es el desguace de la memoria de un pueblo. Después se lava uno las manos como desentendiéndose de los siglos.

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Galicia existe, sobre todo, fuera de Galicia. Aquí se nota poco.

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Gallego en Madrid; lo exótico de ser negro.

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Que una parte de la familia de uno sea gallega, se entiende. Que a uno le nazcan en ese país y además toda la familia sea gallega, en fin, puede pasar. Ahora; ser gallego y vivir en Galicia, eso ya es una exageración.

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