16/1/12

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Hoy al levantarme he visto la noticia en el móvil; Fraga ha muerto. No estaba completamente despierto y por un momento he dudado, casi tambaleándome. Me dije; Dios, pasa algo gordo. Son esas décimas de segundo en las que uno todavía no se ha quitado las telarañas del sueño. Se viene de ver relojes derretidos y ese paso a la realidad no acaba de ser limpio. Ya después me he acostumbrado a la noticia, mientras me hacía un zumo de naranja y limón, que me duele la garganta. En la televisión la noticia daba para unos comentarios de protocolo y para la repetición de unas imágenes en las que un Fraga en silla de ruedas todavía posa con cara de mala hostia, mientras algunos ministros y algunos reyes le toquetean la cabeza con ternura boba. Después, con noticias así se frota uno las manos, con perdón, esperando que de las páginas de los periódicos salten chispas. Sobre todo en un hombre que ha dado tanto al periodismo. Efectivamente, las citas no decepcionan, aunque se repiten, porque por muchas conferencias que haya dado uno al final quedan cuatro frases, que son precisamente las que nunca debiera haber dicho.

Como todo gallego he visto a Fraga un par de veces en mi vida. Es un Fraga que entra o sale de un coche, ya no sé, y un Fraga que entra o sale de un restaurante, y ahí tampoco me acuerdo si entraba o salía. Quizá ni él supiera si entraba o salía. Ya se sabe cómo somos los gallegos. Es un Fraga de párpados, todo párpados digo, que revisa el suelo para cojear con la maestría y la elegancia de un veterano de guerra. A Fraga lo odiábamos algunos por haber hipnotizado con sus aspavientos y su jerga ininteligible a las tres cuartas partes de Galicia, puro geriátrico. A posteriori se vio que Fraga había sido más galleguista que nadie en ese PP de señoritos bien. En determinado momento, le pareció mejor rodearse de empanadas, gaiteiros y aturuxos que de pijos con o sin bigote. Dios estaba en las romerías, y menos en los yates. Dios repartía aguardiente y Galicia dormía la siesta por los montes, mismo sobre el mantel de cuadros manchado de vino y uvas pasas. Todos esos ancianos del Luar eran buenas personas que se movían con alegría en unos autobuses que solo aparecían el día grande de las elecciones para dejarlos a la puerta de los colegios electorales. El resto del año cada cual que se moviera como podía, y había quien prefería morirse por no tener que molestar al vecino del coche. En fin, una geografía difícil y la tradición milenaria de la derrota. Esperábamos que el tiempo nos curase de Fraga, y efectivamente, algo sí, pero también fueron votando los muertos, y lo hacían lloviera o luciese el sol.

Fraga encontró la felicidad en la Xunta, después de sus hundimientos ante Felipe González. Quién lo diría; después de décadas de olvido el fraguismo trajo a Galicia más autonomía, más idioma y sobre todo más inmovilismo. Creó una Galicia folclórica, siempre sonriente, un país lobotomizado por digestiones difíciles y largas. Galicia sería esa vieira a la que llegar a pie (cómo si no), y los peregrinos llegaban tan cascados a Santiago que ya no tenían fuerzas ni para emborracharse. En lugar de eso sufrían con cara pasmo los ardores bajo el calcetín, puede que como contrición para limpiarse todas las culpas, y se dejaban meter en los trenes para volver a la vida y a las orgías.

A Fraga le sentaría muy mal la reacción ciudadana al Prestige, como si le hubiesen traicionado. A golpe de billetera salvó los muebles en las siguientes elecciones, que eran municipales, creo. Los voluntarios, que habían venido del más allá a frotarnos las rocas, se quedarían ellos mismos de piedra al ver que volvían a ganar los mismos que habían propiciado el desastre. Pero Fraga ya era un hombre tocado, quizá consigo mismo por la mala gestión de incompetentes. El resto es historia.

Podría haber sido el dictador honrado de un pequeño país pacífico. El país perfecto para pasar unas vacaciones tranquilas y dormir la siesta en paz.

1 comentario:

Jacobusto dijo...

Qué bien, ya creí que todo el mundo opinaba lo mismo (unos y otros, vaya).