23/11/11

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Lo que más nos fastidia de los bichos es lo que tienen de reservados y de furtivos. Se creen los legítimos habitantes del lugar y al esconderse lo hacen sin mucha convicción, como si no tuviesen ganas de seguir con la comedia. Es como los que nunca acaban de suicidarse, porque más que suicidarse quieren que los salvemos, con razón, del suicidio. En realidad lo hacen, los bichos, para que nos sintamos unos intrusos en nuestra propia casa o jardín, y así nos sentimos; sus escapadas nos hacen creer que interrumpimos alguna vida, por pequeña que sea, una vida incluso más aprovechada que la nuestra. Pero los que pagamos la hipoteca somos nosotros y eso acaba de poner las cosas en su sitio.

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En el kiwi desollado está el animal indefenso que hemos pelado para divertirnos, sin hambre.

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Mientras habla yo sólo veo sus gafas enormes y con destellos de colorines, como si el arco iris fuese unas cortinas y les hubiese arrancado un trozo para limpiarse las gafas. Esto no sorprendería a nadie, pues se le ve tan bruto que no dudaría en utilizar la luna para limpiarse el culo si no tuviese otra cosa a mano. Lee cifras y porcentajes como un niño que no acaba de entender lo que lee, o como pensando en la verdadera importancia de esas cifras y porcentajes. Tiene un perdigón blanco de saliva en la comisura de los labios, arrinconado, y nadie parece verlo, pues atienden a los porcentajes como si estos fuesen señoras muy respetables con sus neurosis aburridas y que se morirán mañana mismo. Vuelve en sí, levanta la cabeza y se lamenta de todos los papeles que le rodean, de todos los papeles que le llegan y que lleva de un sitio a otro, a reuniones. Va palmeando torres de papeles recogidos en carpetillas de colores, y pone cara de no poder dominarlos ya. Se ve jubilándose en unos meses y sabe que toda esa inflación de papeles acabará cayéndonos encima y ahogándonos. Después cuenta unas anécdotas en las que él es el protagonista ingenioso, servicial y eficaz. Antes de que acabe de hablar y viendo que el tono ya es de despedida (es un tono de empujarnos cuesta abajo, para que cojamos velocidad) empiezo a pensar en los movimientos que he de hacer para salir de esa oficina diminuta. Cuando salgo no lo miro y me despido estudiando el trozo de baldosa que queda libre para poner los pies.

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Hace años, los primeros años con este número de teléfono fijo, no dejaban de llamar personas preguntando siempre por alguien distinto. Todos los que llamaban parecían muy sorprendidos de que no estuviese la persona por la que preguntaban. Al principio pensé que la familia y las amistades de los que habían tenido antes este número era muy grande, pero después comprendí que este número era el número que todo el mundo marcaba cuando se confundía. Un número maestro de las equivocaciones. Eso me dolía un poco y me estropeaba la autoestima, como si me hubiese convertido en una secretaria de las equivocaciones telefónicas. Era quizá el número de los que ya sólo tenían ese número para encontrar a alguien; acreedores, psiquiatras, jefes de estudio, conocidos lejanos. Mi número también era el número que todos volvían a marcar una vez más, como si creyeran que uno era la voz que había aparecido por capricho, sin que me convocasen, misteriosamente, usurpando el lugar del verdadero X, como uno de esos cortocircuitos de la razón que es mejor no indagar. 

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