17/9/11

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Tienen las mañanas de sábado un silencio acogedor. Es un silencio de sordo, de casi sordo. A un lado la ciudad, arrugada, musgosa, muy otoñal siempre, de un otoño perpetuo que exhalan las piedras y hasta el hormigón de la burocracia. El amarillo mostaza de la resignación. Que viene siendo, no sé muy bien qué viene siendo. De la resignación o del qué cojones, encógete de hombros y tómate el café. Al otro lado los gallos, el gallo digo, que duermen a pierna suelta hasta las nueve o diez. Se levanta cabreado y yo lo veo desde la ventana de atrás pastorear a las gallinas con aire preocupado, como con dolor de cabeza. Es como si tuviese que renunciar al gimnasio, porque no le da el presupuesto del mes. Él también formará parte de la ruina general.

Echo de menos a los leones del circo. Cualquier circo con leones, aunque siempre parecía el mismo circo, vagamente italiano, vagamente zíngaro. Ahí al lado se instalan, enfrente Hacienda. Era un despertarse raro y delicioso con el rugido de los leones, que rugían mucho cuando les levantaban las persianas de las jaulas y les echaban el desayuno. Pollos, me parece. Los leones de circo comen mucho pollo y les sale el rugido como empezado, in media res. Daban ganas de asomarse a la ventana con una escopeta, para batir a algún elefante.

Con los leones de fondo todo era posible. Y yo me paseaba en bata por el pasillo como un rey africano.


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