6/12/10

El niño que sobaba los libros (y 2)

Menuda juerga...

Ya sabemos que el niño lee mucho. Ahora esperan que escriba. Y lo que cuenta en la segunda parte de Las palabras es eso; a ver qué escribe éste.

Es escritor "de nacimiento y para siempre". Así de simple, así de claro.

Irrumpe lo divino. Nada humano es para siempre. No hay un solo escritor en el mundo que sea verdaderamente ateo. Escribir es precisamente creer en el más allá del presente. Creer que las piedras tienen alma. Y siguiendo el hilo creer en el más allá de la muerte. Una salvación particular, que sirva para sobrevivir en la conciencia de los futuros recién nacidos. Sartre, en cambio, escribe en las últimas páginas: "El ateísmo es una empresa cruel y de largo aliento: creo que lo he llevado hasta el fondo."

Es también la historia, de fondo, de esa batalla. Se cree ateo, el gran hombre, el intelectual comprometido. Quizá lo sea. No me lo creo. Como si su compromiso, su yo para otros no fuese otra forma de orar y de creer. Hasta los veinte años, nos dice, confunde la literatura con la oración. No cree en Dios (estas cosas son siempre repentinas, como una luz que se enciende o se apaga, o así lo cuentan siempre). Parece que nadie deja de creer o empieza a creer en Dios poco a poco. Es siempre un ladrillazo, que ilumina en uno u otro sentido.

El adicto no hace al curarse más que sustituir su adicción por otra. Es decir, no se cura; cambia de cartas. El imberbe Sartre se convierte en un escritor-mártir: "No se me ocurrió la idea de que se pudiera escribir para ser leído. Se escribe para los vecinos o para Dios. Yo tomé el partido de escribir para Dios con la intención de salvar a mis vecinos. No quería lectores, sino agradecidos." Pero al principio le dan igual sus vecinos. Eso vendría después. Ese yo es de ahora, cuando escribe, 1964. Ya cincuenta y pico años. Año Nobel, que rechaza. A los suecos les sacó de dudas este libro, al parecer.

Pero por ahora elige, claro, escribir para Dios, aunque no crea en él. Da igual, Dios, Literatura, Inmortalidad. Palabras con letras mayúsculas en todo caso. Es el adolescente o joven aplastado por el peso de su Gran Futuro. Se hartan de esperar por él. "El Espíritu santo sólo apreciaba los escritos verdaderamente artísticos." Los vecinos en cambio son mucho menos exigentes, por no decir vulgares. Los vecinos no pueden estar al tanto de los elegidos, los autores de futuras obras maestras. El Espíritu Santo es sabio, o quizá caprichoso, para qué vamos a engañarnos. En fin, el Espíritu Santo es el Espíritu Santo. Él sabrá por qué elige a los que elige.

Justifica de esta manera este momento: "La escritura, mi trabajo forzado, no conducía a nada y, por lo mismo, se tomaba a sí misma por fin. Yo escribía por escribir. No lo lamento. Si me hubiesen leído, habría tratado de gustar, me habría vuelto maravilloso. Como era clandestino, fui verdadero."

Se trataba de sufrir. El camino de la clandestinidad sólo podía dar sus buenos frutos si había sufrimiento. La vida secreta del doloroso. Dejará un baúl entero lleno de pañuelos de papel emborronados con poemas. No hay mártir sin un poco de sufrimiento. Gajes del oficio. Es lo que tiene ser inmortal. Nada le puede pasar. Principalmente porque ya está difunto. Ni quiere ni teme: "Yo no estaba en la tierra para gozar, sino para hacer un balance."

Sobre Flaubert escribirá Sartre el famoso, y creo que poco leído (no sólo hablo por mí), El idiota de la familia. Sabe muy bien de lo que habla. Conoce la bilis flaubertiana, las cadenas, la misión divina del picador de piedra. Es la prueba de que en el fondo toda escritura es la escritura de uno mismo. Escribe de sí mismo, de lo que conoce de sí mismo como Baudelaire, en Baudelaire. Y con Genet, lo mismo. Etcétera.

Tiene todo el tiempo del mundo. ¿Cómo podría tener prisa él? O sea, Él. Uno mismo. El hombre de los dieciocho tomos de obras completas futuras, reunidas en la Biblioteca Nacional. Cada paso suyo es observado por una turba de biógrafos que lo observan desde sus atalayas académicas del futuro (dedicarán sus vidas a la ingente tarea de iluminar hasta el último minuto de su vida). Puede que hasta le lean el pensamiento. No hay azar. Cada cosa apunta a lo mismo: "Mis infortunios siempre serían pruebas, medios para hacer un libro."

Además del virus del catolicismo, mutado en infección literaria, se deja llevar "por el progreso continuo de los burgueses", ese mito que le refuerza en su idea del porvenir, dónde se instala: "La adolescencia, la edad madura, hasta el año que acaba de pasar, será siempre el Antiguo Régimen; el Nuevo se anuncia en la hora presente pero no está instituido nunca: mañana afeitarán gratis."

De esto es difícil librarse. El último libro siempre es el mejor, hasta que deja de serlo porque ya hay otro que ocupa su lugar. Ya no es el último, y sólo el último es el mejor si todo marcha bien en la cabeza del escritor. Es obligatorio. Lo otro es un Rulfo atrapado en la tela de araña de su propia admiración estática. El que mira atrás se convierte en estatua de sal, es decir, en estatua de mierda.

Y aquí volvemos al ateísmo. Dejar de creer en Dios está al alcance de cualquiera; las mujeres se aparecen de carne y hueso, como nosotros, y ni vamos ni venimos todavía, entonces, dejamos de creer. Pero ahí queda lo demás, nos dice Sartre; "el Otro, el Invisible, el Espíritu Santo". Correoso personaje este: "Aún me costó librarme de éste porque se había instalado en la parte de atrás de mi cabeza entre las nociones traficadas que usaba para comprender, situarme y justificarme."

No cuenta cómo se libra de la maldición. No hace falta. Ya sabemos que cambió su Eternidad particular por la Eternidad para todos de una sociedad futura sin oprimidos. Efectivamente, escribe para Dios con la intención de salvar a sus vecinos. Se centra en sus vecinos; Dios es una manía subterránea. Habla, en todo caso, desde el desengaño. Es la inercia del que vuelve a sí mismo porque ya no sabe adónde ir. Uno, a cierta edad, ya no puede escaparse de sí mismo.

A mí me sorprende este párrafo, casi al final, en ese que fue el paradigma, no sé si real o no, del escritor comprometido:

"Me he desinvestido pero no me he exclaustrado: sigo escribiendo. ¿Qué otra cosa se puede hacer? Nulla dies sine linea. Es mi costumbre y además es mi oficio. Durante mucho tiempo tomé la pluma como una espada; ahora conozco nuestra impotencia. No importa, hago, haré libros; hacen falta; aún así sirven. La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre: el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo le ofrece su imagen este espejo crítico."

Parece un Sartre que quería dejar de ser la imagen que tenía, los otros y él, de sí mismo. No es el Sartre que no conocía.


1 comentario:

conde-duque dijo...

Jajaja, la juerga padre, sí...