Es el niño que pronto se queda sin padre. La madre es una hermana mayor que duerme en la cama de al lado. El abuelo es el centro; un Schweitzer, alsaciano creo haber leído. Él, la criatura, físicamente, será un Sartre, del padre que no conoció, el que desertó de la vida y fue a morirse demasiado joven. Un cobarde, probablemente.
Las palabras es, digamos, la autobiografía de infancia de Jean Paul Sartre. Está dividida en dos partes; Leer y Escribir. Es el protagonista del mundo, el nene, pero ser el centro y asegurarse el afecto de esos que le rodean le cuesta su trabajo; ha de hacer el tonto sin descanso. Es obediente por naturaleza. "No soy buen terreno para el mal. […] Me adoran, luego soy adorable." Es uno de esos niños un poco chepudos que se mueven a cámara lenta. Ya tiene en el ojo derecho "la nube" que le volverá tuerto y bizco, pero por ahora da el pego. Bucles rubios sobre sonrosadas mejillas redondas para que le saquen fotos mientras puedan. Un día el abuelo le arranca los rizos de nena y se descubre la verdad; el niño es un sapo. La madre, horrorizada, llora toda la noche.
Después se acostumbran, faltaría más. Además el niño habla como un adulto. Ya sabe que, a falta de otra cosa, las palabras le permiten seguir siendo un bufón. Incluso algo más que un bufón. Un oráculo. "La receta es sencilla", dice: "hay que fiarse del diablo, de la casualidad, del vacío, tomar frases enteras de los adultos, juntarlas y repetirlas sin comprenderlas". Es un poeta, sin saberlo.
Aparecen los libros. He ahí el desvío. La vida es un desierto y cada uno la llena de lo que quiera. Esto no lo dice Sartre. Esto es un lugar común que de vez en cuando nos repetimos para no olvidarnos y que no se nos llenen de arena los ojos. Dice, garbancito: "Empecé mi vida como sin dudar la acabaré: en medio de los libros."
El ejemplo, el abuelo, que se deja hipnotizar por los libros y los maneja "con una destreza de oficiante". El nene tiene la biblioteca a su disposición: "A veces me acercaba para observar esas cajas que se hendían como ostras y descubría la desnudez de sus órganos interiores, unas hojas descoloridas y enmohecidas, ligeramente infladas, cubiertas de venillas negras que bebían tinta y olían a seta."
Pero se pasa. Le va Corneille, Flaubert… El abuelo está orgulloso pero las señoras temen que el niño se quede seco. "Pero si mi hijito lee este género de libros a su edad, ¿qué va a hacer cuando sea mayor?" "¡Los viviré!", contesta la criatura. Aplaza la infancia. Presume de no tener Superyó. Con los años se hará maoísta, para compensar la falta de Superyó.
Y colegio, Dios, espejo, y la imagen de Quasimodo. He ahí un resumen de lo que faltaba. La segunda parte se centra en el reverso de la lectura. Ya no le basta leer para ser el monstruillo sabelotodo que deslumbra a los burgueses (qué palabra más acabada, me doy cuenta al escribirla, transcribirla). Escribe. Es un inocente con papel y pluma. Primero copia, después copia también, pero ya las costuras son suyas. Todo muy truculento, con héroes cortacabezas, etcétera. "Era demasiado hermoso para durar: habría sido sincero si me hubiera mantenido en la clandestinidad; me arrancaron de ella."
Se lanza a la aventura; ya es un escritor globetrotter. "Mi hombrecito va a escribir", dice mamá. Si es tan feo y tan poco afortunado en casi todo no puede ser otra cosa que un genio. Sólo el abuelo le hace saber que no tiene ni puta idea ni nunca la tendrá. Le convence de ello. Pero son los halagos los que lo destruyen. Ya no escribe para sí mismo; "había perdido la inocencia". Hay demasiados ojos atentos. Ya es un forzado, pero todavía no sabe fabricar. Digo yo.
Y por ahora me quedo con este párrafo: "Yo tenía el bulto de la literatura, luego escribiría, explotaría ese filón durante toda mi vida. De acuerdo. Pero el Arte perdía –por lo menos para mí- sus poderes sagrados y yo sería un vagabundo, un poco mejor provisto que lo usual, pero nada más. Para sentirme necesario habría hecho falta que me reclamasen. Mi familia me había mantenido durante algún tiempo con esta ilusión; me habían repetido que era un don del Cielo, muy esperado, indispensable para mi abuelo, para mi madre; yo ya no lo creía, pero había conservado el sentimiento que se nace superfluo, a menos que a uno se le eche al mundo especialmente para colmar una espera. Eran tales mi orgullo y mi desamparo por entonces que quería o morir o ser necesario para la tierra entera."
No se murió hasta 1980.
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