31/8/10

Ciudad tomada

Agosto será bonito si estás lejos. Si te quedas, compruebas que nada en la ciudad se queda aquí para ti. Al contrario, eres un intruso. Quién más y quién menos se larga y el mes se hace largo, caro (los precios de los restaurantes y cafeterías y bares suben escandalosamente) y aburrido. Ya los únicos habitantes de la ciudad que se encuentra uno en agosto por la calle son los yonquis, que pasan con sus barbas blancas de ancianos y sus gafas de sol horteras, con esa sonrisa permanente del que va pensando en un chiste que les hizo mucha gracia (o que no acaban de entender pero así a todo les hace gracia igual). Ninguno tiene mejillas, ninguno camina sin prisa, y ninguno tiene calor nunca. La chaqueta del chándal no se la quitarán ni en el infierno. Son duros, son felices, aunque estén jodidos, aunque no lo estén. Parecen felices. Eso ya me basta; ver gente feliz, en su mundo, con una rica vida interior, carcajeándose sin dientes.

Todos los demás son peregrinos, policías nacionales, obispos y arzobispos, e integrantes de alguna secta religiosa, que pasan sus vacaciones en la ciudad del apóstol y dan vivas fanáticas a Cristo Rey por las calles. Los peregrinos se arrastran con los pies vendados y amortiguando cada paso, con cara de dolor y cabreo, como si fuese mi culpa que les sentara mal andar tantos kilómetros, y de vez en cuando berrean algo con un acento cantarín de cualquier parte (el acento de los otros siempre es demasiado musical), como si con ese acento les fuesen a doler menos las ampollas.

Es esa prisa al caminar lo que delata a los habitantes de la ciudad, sean o no yonquis. O más que prisa, intención. Vamos y volvemos de alguna parte, con paso decidido, en apariencia, aunque poco a poco se nos pegue la modorra del turista, al que le cuesta hacer de turista e interesarse por lo que suelen interesarse los turistas. Muchos se desorientan por hacer algo, para sacar el mapa y darle uso y ganar unas horas entretenidos.

Las mejores foráneas son las nórdicas. A veces pienso que esas nórdicas son todo lo que existe aquí. Hay días en que sólo hay suecas, alemanas, noruegas, etcétera. La ciudad resplandece. Pero estas nórdicas son mucho menos dicharacheras y gilipollas que las antiguas suecas de las españoladas. Estas suecas de hoy beben vino como sonámbulas, y sólo parecen pensar en suicidarse cuando vuelvan a sus pueblos congelados. Son las que nos miran pasar desde los bancos de los parques, desde las terrazas de los bares, desde las ventanas de los hostales, desde el hombro de sus novios de mármol, desde sus digestiones difíciles de muñecas de porcelana dispépticas. Y nos miran con esos ojillos de vidrio de colores. Esa mirada de muñeca civilizada que siempre separará la basura según sea orgánica, plástico, vidrio o cartón. Ese futuro de Europa, cada día con menos gitanos.

(Lo que más me gusta de las nórdicas son las piernas, que brillan mucho. Lo juro. Perfectas, delgadas, y tienen un color irreal, como de cosa que nunca se puso al sol y se pone rara, hermosa y rara, color eclipse. ¿Color eclipse?)

Me gustan las turistas, soporto con estoicismo a los peregrinos y me fastidian bastante los miles de policías que hay ahora aquí. No me siento seguro, al contrario. Tengo la impresión, posiblemente estúpida, de que atraen a los terroristas, como la miel, o la mierda, atrae a las moscas. Las botas militares y los pantalones almohadillados en pleno agosto les tiene que hacer mucho mal y yo desconfío de los que están mal y cobran poco. Llevan gafas de sol, como los yonquis, o como los malos de Matrix, y enseñan la metralleta, no sé para qué, o lo sé, pero no estoy muy seguro de saberlo. Lo de la metralleta me parece de muy mal gusto (además tiene aspecto de estar ya muy usada, lo que le da un aspecto más amenazador), como si no tuviera bastante con verlos. A veces atropellan a algún niño o vieja con la furgoneta, y después bajan y dispersan a los mirones clavándoles la punta de la metralleta en los riñones. No hay lugar tan poco pensado para que circulen estos furgones como las calles de la zona vieja; uno ha de caminar de perfil o pegarse a los muros como una mosca cuando los ve aparecer. Y lo peor no es eso; se ríen a carcajadas de los inválidos y de los indies, sacando las cabezas por las ventanillas y señalándolos con el dedo. Alguien dijo que escupen a los que llevan barba, aunque eso nunca lo he visto.

Las moscas y los hosteleros seguirán aprovechándose de lo que queda de verano. Que les cunda. Yo por mi parte, estoy deseando que se acabe este infierno y que todo vuelva a la normalidad.

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