19/2/10

La vida en la cola del supermercado


En ese supermercado, y sobre todo en la cola de la caja, todo el mundo me parece muy pobre. Yo mismo, sin verme en ningún espejo. Es una pobreza de país del este, con caras devastadas por el alcohol, el frío y una televisión espantosa. Destacan los bollos del jersey, los rostros punteados por las barbas negras de pelos gordos, las barrigas de patata y pan y cerveza, las arrugas rojas del frío, los polares baratos que dan un poco aspecto de enfermo al que lo lleva. Los estudiantes se salvan del estropicio general; a ellos se les permite la cutrez porque es una cutrez alegre, que no implica nada. Están en el limbo (papá paga) y hablan en bajito, como si estuvieran en misa. Se les pone un poco cara de reptiles lentos de reflejos al hablar de la pasta de dientes. La mujer que saca ocho botellas de vino blanco está ganada por la vida. Por la vida o porque estaba muy barato. La etiqueta, espantosa, lo deja bastante claro. Me imagino el sabor ácido de ese vino bajando por la garganta, llevándose con él restos de comida. Un montón de capilares reventados en las mejillas. La televisión de fondo. O ella de fondo. La televisión es la protagonista. La mujer observa con seriedad sus ochos botellas de vino blanco sobre la cinta transportadora. Ruedan un poco, y tintinean al rozarse. Las coge por el cuello y las posa con cuidado, casi con cariño. El tipo que está pagando, en cambio, es un magnate de chaqueta de lana marrón. Los ojos enormes, salidos, del que está siendo acuchillado. Pero no lo acuchillan; lo llaman por teléfono. Mientras él habla de negocios la cajera espera a que estampe su firma en el tique. Los demás también esperamos. Se hace de noche. Sigue hablando. Distraídamente observa los tiques, pero no tiene la menor prisa. Se despide afectuosamente, suponemos que de un subordinado por el tono autoritario anterior. Antes de firmar repasa lo comprado, lo que le cobran. Se lo piensa. No va a firmar antes de hacer sus comprobaciones. Ya le han dado mucho por el culo en la vida. Deja el bolígrafo. Cruje los huesos de las manos, vuelve a coger el bolígrafo, hace unos garabatos en el aire, picotea con la punta del bolígrafo pompas de jabón invisibles. Repasa una vez más los números. Firma, al fin. Hace muchos rizos y garabatos después de plantar en el modesto tique todos los apellidos y todos los nombres. La cajera suspira, aliviada. Parece drogada, como si acabase de hacer pis. Se va el magnate de chaqueta marrón con sus ojos asustados, como sin oxígeno, y su gesto tranquilo, con las bolsas en una mano. Quiero aplaudir, tirarle una cebolla. Se va haciendo reverencias.

1 comentario:

Portarosa dijo...

Qué bien. Qué bien, todos los que llevo leídos.