Puede que a algunas películas ni siquiera les pidamos que sean buenas. Hacen películas buenas los que no pueden hacer otra cosa. Lo mismo se puede decir de los libros. Claro que lo más sano es que el que pueda se trabaje algo bueno, por si acaso, por si es un insoportable o un mentiroso y torturador que odia a la humanidad y hace películas o novelas como quién se quita los zapatos y los calcetines para que el que pase sufra los mareos que produce el fuerte olor a sudor de queso caliente. Digo, entonces, que hay una sinceridad artística (posiblemente la única verdad que subyace a toda obra y estética, lo demás es paja) y que consiste en lo siguiente: ¿Disfrutaría uno como espectador o lector con lo que uno mismo hizo?
Esto viene al caso porque ayer fui a ver la última película de Tarantino. Siendo el tal el director soy de los que piensan que sólo por eso ya merece la pena meterse en el cine a ver que nos cuenta. Puede decepcionar, y algunas de sus películas decepcionan en alguna medida, pero siempre a otro nivel que los trabajos forzados de otros directores (véase, o mejor dicho, no se vea, Enemigos públicos, del afamado Michael Mann, una auténtica birria inmunda pretenciosa y barata). La película de Tarantino no es la mejor de él. Yo diría que es incluso tirando a mala. Pero también diría; ¿y qué? Sólo por ver el disparate final, esa escena propia de una de las salas del infierno de Dante acondicionada para ametrallar y asar nazis por los siglos de los siglos (que es lo que duran los infiernos, me parece), ya merece la pena. Poco más hay que decir. Se podría titular la película, a modo de resumen, Baila pogo sobre un nazi, como una canción que recuerdo ahora. Se habla tanto de la película en los periódicos que uno ya va a verla sabiendo hasta dónde tiene que reírse, como si le escribieran un guión de su actuación como espectador, y también qué pensar después de verla.
Sí, lo más destacado es el tal Watlz, como actor. Merecido premio ganado en Cannes. Está muy bien. Sobre todo en la primera parte de la película. La mejor escena de toda la película es sin duda la primera; el capítulo uno. Una escena de suspense muy bien contada, muy bien interpretada. Yo creo que al final el personaje de Hans Landa y el propio Watlz, que lo interpreta (quizá estupefacto) se descomponen, como si estuviese poseído por otra personalidad no del todo coherente con lo que hasta ese momento era. Y no tanto por lo que hace o deja de hacer, sino por el cómo. Se convierte en un muñeco ridículo.
Una vez más en una película de Tarantino sucede que tienen más vida los secundarios que los protagonistas. Es tan fuerte esta sensación siempre que cada uno de ellos parece reclamar una película para sí mismo. La mejor película de Tarantino siempre es la película que puede verse si nos desviáramos de la línea principal del argumento, la que imaginamos con ese secundario contado entero a lo largo de una película; el Robert de Niro en Jackie Brown, el sheriff y su hijo número no sé qué en Death Proof y en Kill Bill. Etcétera. Pero es un espejismo, probablemente. Le van bien las películas corales a este hombre. Quizá la fuerza esté en la insinuación de algo que no se cuenta del todo; el personaje se nos escapa, sin contarnos todo lo que tiene que decirnos, que nos parece más interesante que lo que tiene que suceder en la película.
Y volviendo a la pregunta y al tema del principio de este comentario: ¿Disfruta Tarantino con sus películas, haciéndolas o viéndolas? Es evidente que sí. Eso no quiere decir que sea bueno lo que hace ni digno de ver, pero eso lo salva de alguna manera.
Hace años fui a una ópera de Michael Nyman. Era una cosa horrible, que mezclaba de forma muy hábil lo peor del pop (estribillos cansinos repetidos hasta la saciedad) con lo peor de la ópera, el énfasis y la pretenciosidad más hueca. El caso es que el compositor estaba allí, a pocos metros de mi butaca, recostado en el gran día de su engendro minimalista, con el auditorio repleto, y roncando como una bestia. La cabeza ladeada, la boca abierta, la mano en la cara de almohada. Por supuesto cuando abrieron las puertas en el descanso salí de allí, cabreado por el tiempo que había perdido y aliviado al menos porque no había pagado un duro. Uno no se imagina a Tarantino durmiéndose en un pase privado de su película; uno se lo imagina atento y maravillado con su broma, como la criatura que pone un petardo bajo el asiento de la maestra y espera que explote dando gracias a dios por que exista un mundo en el que eso sea posible. Y eso es en definitiva de lo que hablamos cuando hablamos de arte, hacer lo que a uno le gustaría que existiese en el mundo y que no existe.
5 comentarios:
Estupendo. Te aseguro que no había leído esta entrada esta mañana, cuando escribí opiniones bastante parecidas.
Visto así, será cosa de mirar con otros ojos las películas de Tarantino, que a mí me resultan bastante cargantes.
La verdad es que lo que dices, una vez más, es muy cierto. Sin sinceridad ni pasión no puede haber arte auténtico, siempre le faltará esa chispa que no da todo el oficio ni toda la erudición del mundo.
Je, sabía que la última de Tarantino te iba a dar que pensar. A mí me ha desencantado completamente. Cuando los críticos menos afines a su CINE la pusieron más o menos bien en prensa uno ya podía temerse lo peor. En fin, siempre nos quedará Takeshi Kitano...
Buenas a todos.
Pasan los días y el recuerdo de la peli me convence menos aún. Es la película en la que Tarantino es menos Tarantino.
Pues sí, lugrumante, siempre nos quedará Kitano.
Yo también me he quedado a medias. El acento está en los chistes, no tanto en la historia, pero sí, el final de algún modo justifica el artefacto. Y totalmente de acuerdo en que este tío hace lo que quiere, como quiere, y lo disfruta como un niño, lo cual agradezco enormemente como espectador. Lo que ocurre es que en otras me reía mucho y había algo más. Sí, Kitano, y por incordiar, citaré también al "Anticristo", película que me pareció bonita, y casi diría honesta.
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