Automáticamente abro este documento evitando abrir así otras distracciones y automáticamente bajo hasta el espacio en blanco y escribo, pero son tantas las cosas que pensaba hacer que automáticamente creo estar perdiendo el tiempo, pues es otro el lugar donde uno debería estar escribiendo (otro documento, novela por ejemplo, cuaderno, por ejemplo), e incluso es otra silla, otro espacio, donde uno debería (podría) estar escribiendo, y escucho el ruido de frigorífico de mi ordenador ya viejo (me di cuenta de repente que es muy viejo, aunque fue retocado alguna vez), y me asaltan de vez en cuando obligaciones en espera (nada que ver con todo esto), que me llevan a mirar el reloj digital de la parte derecha inferior de la pantalla. Al lado del reloj digital un icono diminuto con forma de pantalla conectada con una línea naranja a algo redondo, como un mundo, y que tiene que ver con internet, y al lado, más a la izquierda, una V roja con una flecha negra, que es el antivirus etcétera (a veces la flecha se convierte en bola azul, mundo, que parpadea, y eso significa que se actualiza), y más a la izquierda, en el siguiente puesto, dos pantallitas una encima de otra, dos pantallitas de ordenador como follando, que pasan del negro al azul claro según esté abierto el navegador de internet o no. Llevo media vida escribiendo automáticamente y pensando en escribir algo no automático.
Es un día, hoy, en el que parece que el tiempo no pasa. Ese reloj de la pantalla está mintiendo. No hace sol, no hay pájaros, no hay lluvia, no hay viento. No hay nada; sólo el mundo parado. Los pájaros son los relojes del día; si no hay pájaros no pasa el tiempo, pero los relojes nuestros, de pulsera, pared o pantalla, siguen corriendo. No preguntan qué pasa ahí afuera. A ellos se la pela todo. Odio los relojes.
1 comentario:
El hoy del texto era ayer. Hoy ya echo de menos ese vacío dominguero.
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