Es una ciudad que no se impone, y que se deja caer, si hubiese algún sitio donde caer. No es una ciudad de ciudadanos. Quizá no sea una ciudad. A lo mejor es un decorado. Las ruinas de un decorado. Toda esa gente son figurantes, pero no hay ni hubo película (los protagonistas hace tiempo que se largaron con la música a otra parte). Es una ciudad cuesta abajo, pero en cuanto nos damos cuenta es una ciudad cuesta arriba. Hay ropa colgada en las fachadas y alguna que otra bandera verde y granate, y ventanas oscurecidas por el polvo y todo lo torcido en estas calles parece mal torcido; si se sostienen los edificios es por las grietas, que siempre estuvieron ahí y son los grandes pilares más o menos invisibles. Por cierto, nadie en ninguna ventana (sólo los turistas en sus ventanas de hotel); es una ciudad a la intemperie, abandonada cada casa a su suerte, y cada edificio se deja ir a la mierda sin importarle nada. Los que van por las aceras (nadie mira arriba) caminan con la cabeza baja esquivando cacas de perro y tipos durmiendo y a veces bolsas de basura y sobre todo debemos tener cuidado con las ondas de baldosines en las aceras. Suben, bajan, estas corrientes. Entonces, los desconchados y el óxido y cierto tono terroso (de tierra húmeda) que ya forma parte de las fachadas, conforman una ciudad que ya no tiene fuerzas para levantarse de dónde quiera que esté tirada. Aunque se levanta; se levanta y no hace frío. Y como es una gran ciudad, aunque quizá no sea una ciudad, se despierta con cristales rotos en las plazas y os mismos tipos de ayer a la noche sentados en los bancos. Cuidado; cristales verdes, castaños, trasparentes (hielo), y botellas amputadas que dan ganas de lanzar al aire (porque parece que sufren). Para entrar en calor, aunque no hace frío (pero hay algo oscuro en el aire que casi obliga a tener frío), dos pedigüeños a las puertas de una iglesia discuten. Cada uno en su lado. Ahora que pasamos se contienen y se miran de reojo en silencio y adelantan una mano, casi sonrientes. La iglesia se cierra porque alguno va a comer. ¿Qué pasa si te atropella un tranvía? Me preguntan. Vaya pregunta. Ya de noche, porque se hace de noche con el postre, nos perdemos por las calles menos principales (el reverso del decorado) y hay ruidos de persianas que se desploman y cuchicheos. Y el silencio del que sentado en una banqueta no tiene a quién hablar ni nada que decir. Veo como apagan las luces de una tienda; era una luz que dejaba un rectángulo amarillo enmarcado en el suelo de adoquines. Baja la reja. Un comercio de qué; ni estanterías, las paredes blancas de azulejo como un baño público. Más allá unos pasteles de carne en un escaparate y una tarta amarilla, muy amarilla, y enorme (monstruosa), casi amenazante (¿respira?), y empanadillas barnizadas y sangrando algunas por la boca, y pasteles de crema con canela que están ahí, ya disecados. Quizá mañana alguien los mastique. Alguien con boca pero sin ojos. Me hacen gracia (eres un infantil, ya lo sabía) unos maniquís negros de pelo rizo vestidos como señores, que gesticulan con una mano y nos indican que atendamos a razones porque algo grave ha pasado; ¿qué te duele? Lo señalo para que se enteren todos; que no está todo perdido parece que dice (qué va a estar todo perdido, pienso), aunque no veo que le hagan caso y se queda tan tieso con los ojos muy abiertos. Hay señoras que arrastran bolsas de plástico abombadas y misteriosas. Son las señoras de mi pueblo, intercambiables. Caminan balanceándose. Señores que fuman en pipa y llevan una señora de goma colgada del brazo; señores que conducen tranvías y gritan congestionados a los que no se apartan. Y estos les miran asombrados, y no quieren apartarse. O eso parece.
16/11/08
Pensar en Oporto
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3 comentarios:
Esto era lo que yo decía... Grazie.
Precioso paseo. Enhorabuena
Gracias, amigos.
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