2/5/08

Camino al espacio exterior

Había un camino que serpenteaba entre fincas. A lo lejos la ciudad. De la ciudad destacaba una fábrica soplando su humo por una chimenea. Un humo blanco, sucio, como algodón de azúcar con el que hemos barrido los suelos, volando en jirones. Y mezclándose con las nubes. A veces el viento nos traía el humo y se nos pegaba a la piel, como un sudor pegajoso, y los párpados se nos pegaban a las cejas, dándonos cierto aspecto de drogadictos infantiles.

Un chucho cabrón nos salía al paso cada día; se comía la verja, nos escupía. No había día que no nos asustáramos, al verlo tan fuera de sí. Un viejo un poco jipi pintaba cosas con tizas de colores en el asfalto del camino. Siempre salía un nieto por allí, dejando un carrerito de baba, y a mí me parecía una porquería lo que pintaba el viejo, pero nunca se lo dije. Creo que nunca le dije nada. Nos quedábamos mirando, un poco embobados. Enfrente estaba una vieja de cuento infantil, calcetando, cosiendo, o haciendo ganchillo en una butaca. La mirábamos a través de la ventana que daba al camino. El pelo blanco y un poco despeinado que le daba un aire de loca. Una bata con lunares, en penumbra. Leía yo el primer libro del que tengo recuerdo; trataba de una señora que hace alfombras en su casa y recibe una lata enorme de la que sale un crío perfecto, muy educado, llamado Konrad. Se titulaba El niño que salió de una lata de sardinas. Asocio aquella ventana y el libro. Supongo que aprendía que leer es mirar en ventanas ajenas.

Era un camino con caca de vaca. Se llama bosta. Sólo había una forma de pisarla, y era correr o andar con una venda en los ojos. Claro que si la pisabas patinabas de la hostia; es posible que uno se rompiera la cabeza contra el asfalto. La bosta era un pastelazo descomunal, de gran diámetro. Y elevada, como una protuberancia verdosa que le había salido al camino. A veces alguien tiraba una piedra en una, y veíamos como se hundía, chof. Un día X, cabreadísimo, en una acto de desesperación, le tiró un pastel de esos (pero más o menos seco) a Y, que corría escapando de las represalias. La escena; X, rojo de ira, se agacha y recoge con la palma de la mano el redondel verde claro, que sale volando por los aires y por encima de las cabezas, hasta impactar en el cuello/ pelo del objetivo en movimiento que era Y.

Un día vimos a lo lejos a un astronauta, aunque sin casco. Llevaba un traje blanco impoluto, acolchado, con botas también blancas. Miraba a lo lejos, a la ciudad, con la mano haciendo de visera. Después se marchó por el medio de las fincas, por esos carreros de tierra que usaban los del campo para desplazarse con la azada al hombro. Andaba con las piernas muy abiertas, como si le molestasen los calzoncillos. Nos quedamos en el camino, absortos, viendo cómo se alejaba.

3 comentarios:

conde-duque dijo...

Aquí en Madrid era una lata de conservas. No creo que fuera cosa de la identidad cultural; si todavía fuese de mejillones o zamburiñas...
"Konrad. El niño que salió de una lata de conservas". Lo recuerdo perfectamente, buenísimo. Habría que volver a echarle un vistazo. Como a Nils Hilgersson y al melocotón gigante y etc etc.
La verdad es que libros que lees de pequeño se te quedan grabados pero una forma rara, como en un sueño.
Me acuerdo de cuando me leí en Padrón, en cosa de dos o tres días, el Mago de Oz. Despacho de finales del XIX, librerías llena de libros antiguos, papeles y revistas... Una gozada.

Mabalot dijo...

Sí, y lo más curioso es que estas cosas se recuerdan, pero hay otras que aparecen cuando se escriben, como si sólo se dejasen cazar cuando estamos escribiendo.
Esto es lo que decía Umbral; Uno no recuerda para escribir, sino que uno escribe para recordar.
Es verdad. Aunque solo fuera para uno mismo ya valdría de algo hacerlo; sacar del baúl cosas que ni sabíamos que teníamos.

Portarosa dijo...

hay otras que aparecen cuando se escriben, como si sólo se dejasen cazar cuando estamos escribiendo

Y luego reniegas del psicoanálisis...