Había un teatro, un público “moderno”, y un señor con sombrero de vaquero que tocaría para ese público. El público fue acercándose a la taquilla; era muy barata la entrada, sobre todo con carnet de estudiante. Entre el público pocos tenían pinta de estudiantes (mucho pelo despeinado con canas, algunas prematuras, de tantas preocupaciones). Era una incógnita; el vaquero había sido rockero (más bien un punki), de los raros, de los muy leídos o muy traumatizados. De esos que tienen ratos de pasmo, como si algo, el alma o un grupo de neuronas o un chorrito de serotonina, los hubiese abandonado y los dejara en un estado catatónico muy proclive a expeler cosas tristes, absurdas, desgarradas, y algún que otro eructo.
Pero el del sombrero de vaquero ahora ya no llevaba su banda de ruidosos. Estaba pasando una etapa rara, decían los que saben. Se había cortado la melena y vestía un traje gris párroco bastante horrible, con las obligadas botas de chúpame-la-punta.
El teatro es pequeño; el del sombrero de vaquero parece un mundo en una casita de muñecas. Pero, ah, antes aparece un italiano, Fabrizio Modonese Palumbo, que con ese nombre tan literario y cojonudo se ha visto obligado a llamarse (r), tal cual. Para que a nadie se le olvide se tatúa su (r) en el cuello de camionero. Va muy mono; una camisita rosa remangada y unos pantalones con muchos bolsillos, para guardar todos las herramientas que usa para su música. Le sale de debajo de la boca una perilla gastada (de tanto mesársela) y muy larga, que contrasta con la brillantez de una cabeza sin un solo pelo. Tiene los ojos muy saltones, y al mirar de frente parece como si lo estuviesen electrocutando. Es un modesto hombre orquesta; la guitarra, el violín eléctrico, el atril (con el arco rasca el atril y salen unos sonidos raros, como si estuviesen follando dos grillos), y el consolador (que brilla mucho), sin duda alguna, la estrella de su actuación. El público, tan entendido, supo valorar el momento con un aplauso y algún guau eufórico que se le escapó a más de uno. El efecto vibrador sobre las cuerdas provocó una orgía de sonidos que solo fue superada por el climax que se vivió al unir todos las secuencias grabadas anteriormente y provocar un caos auditivo difícilmente superado por cualquier combinación de ruidos de una ciudad. Cualquier gato dentro del motor de un Boeing encontraría más paz. El público agradeció que acabara rápido, 20 minutos, y después de una tímida reverencia se largó. Sólo volvió para recoger sus trastos (guitarra, violín, vibrador y demás).
Por fin el gran momento. Claro que después de Fabrizio, que así le seguirá llamando su madre, y no (r), teníamos en contra a todo nuestro sistema auditivo, incluida la oreja, que si la dejaran la veríamos cerrarse sobre sí misma como una almeja. Michael Gira, que así se llama el del sombrero de vaquero y traje gris predicador (el fundador de los Swans), salió y se quitó la americana y el sombrero, dejándolos sobre el estuche de la guitarra. No parecía que fuese a hacer uso de cosas raras; una guitarra acústica, una voz y el tacón de la bota izquierda.
Y con eso levitamos. No hubo un sólo momento en que nadie recordara que le picaba el culo. Sólo nos distrajo la atención una cabeza afeitada con unas gafas de pasta negra que la movía, la cabeza, como si tuviera un jodido muelle en el cuello. A veces, el pobre julai (que así fue definido más tarde por un amigo) levantaba las manos y hacía amagos de levantarse, como si sufriese el maldito baile de san Vito. Incluso en las canciones más introspectivas, cuando Michael Gira parecía apunto de pegarse un tiro, simulaba tocar una batería cerrando los ojos para imaginársela mejor. Si no fuese porque la calva no dejaba lugar a dudas juraría sobre la Biblia que llevaba un reproductor de Mp3 y escuchaba cualquier otra cosa con auriculares.
Lo importante, la música de Gira. Cantaba cada canción como si fuese la última de su vida, lo que no está mal, sobre todo si las canciones merecen la pena, como era el caso. Después del pobre Fabrizio, que quiere ser artista, es más fácil si cabe ver al que, ajeno a enredos (enchufables o no, afinados o desafinados, eso da igual), dice o canta lo suyo de verdad, sin importarle las poses ni parecer tan original.
Y lo dicho sobre el Gira de hoy vale para el de ayer. Un tío grande, en todos los sentidos.
(Aquí una versión de los Swans, el melenas es Gira, de una de las mejores canciones de todos los tiempos; Love will tear us apart, de Joy Division. Y abajo Gira el año pasado, en Nueva York).
1 comentario:
La versión que más me gusta es la de Honeyroot, utlizada en los títulos de crédito de Red Road.
Publicar un comentario