Ser bandoneonista no hubiera estado mal. Nadie entraría en la habitación a preguntarle a uno; ¿qué haces? Sería evidente; toco el bandoneón, como Piazzola. Abriría y cerraría ese fuelle musical como quien exprime el corazón, el hígado o alguna otra glándula, dependiendo del momento, y así hasta deprimirse sería una alegría. Siendo músico, deprimirse debe ser una gozada. No siéndolo es un poco triste; enciende uno la tele, que es como meterse en el váter y sacar la mano para tirar de la cadena, aunque hay cosas peores, como ir a trabajar, o a una manifestación. En manos de Piazzola el bandoneón es ese pequeño acordeón que trituró el tango, dejándolo inservible para los puretas y duros de mollera, entre los que estaba Borges, que odiaba a Piazzola (Astor Pianola le llamaba, como el corrector ortográfico de Word, que también insiste en lo mismo). Borges, tan duro de oído en lo musical, fue en cambio un Piazzola de la literatura, al igual que Piazzola fue el Borges de la música. Ambos crearon un arte híbrido, que más que buscado era así porque no podía ser de otra manera, no sabía ser de otra manera. La verdadera originalidad está ahí; el innovador lo es a su pesar casi, no puede hacerlo de otra manera. Está el que va metiendo “novedades” en el cóctel como quien posa para la cámara, calculando efectos. Lo de menos está en saber si Piazzola hizo tango o no. Todo parece indicar que sí, sobre todo porque él le llamaba así a lo que hacía, pero el tango de Piazzola es otra cosa. Para entendernos se podría decir que metió en el mismo saco la melancolía y la víscera del tango más primitivo con la complejidad y la altura de la música “culta”. Qué mal suena esto de música “culta”, y “clásica” es casi peor. O “seria”. Música culta, como definición, podríamos decir que es la que ponen en radio Clásica; desde los madrigales de Monteverdi y los punteos de Antonio de Cabezón allá cuando un hombre hecho y derecho andaba con pantalones bombachos brincando entre señoras de túnica y mucha pechuga descubierta, como sale en las películas de la Edad Media, hasta las tormentas auditivas de un Stockhausen y el último que graba sus paseos por el metro y unos eructos de Coca-Cola y le pone título. Variaciones Coca-Cola en metro 27.
Claro que casi uno se explica la música que hizo Astor Piazzola atendiendo a su vida. Si es verdad eso de que unos nacen estrellados y otros con estrella con Piazzola no hay duda; su estrella le guió con menos sutilidad que la de Navidad a los Reyes Magos. Nace en Mar de la Plata, en 1921, pero al poco tiempo sus padres se trasladan a Manhattan, donde el padre encontró un empleo de peluquero. Ahí tenemos al chaval creciendo en una zona muy pobre, violenta, entre italianos y judíos (muy importante la música de las festividades judías, el pan de cada día era), y escuchando jazz callejero, el que tocaban los negros en los portales. Su padre le compra un bandoneón a los nueve años y el pequeño Astor lo lleva a todas partes; lo toca, le habla, lo escucha. Estudia música pero no había tango por ninguna parte, hasta que llega Carlos Gardel a Nueva York para lucir figura en una película y la estrella de Astor le pone ante el famoso tanguista. El niño músico llegaría a salir incluso en algunas escenas de la tal película, haciendo de rufián de las calles. Pero Gardel, al oírle tocar, es claro y hasta poco diplomático; "¡Pibe, vos tocás el bandoneón como un gallego!". Poco más o menos sería lo que le dijeron toda su vida, su cruz; “Piazzola no es tango”. Incluido Borges, que en el diario de Bioy Casares leemos lo que dijo del pibe; “Es un bruto y tan vanidoso. Uno de sus tangos se llama «Melancólico Buenos Aires». ¿Te das cuenta, qué animal? No son tangos ni nada; él los llama tangos porque si los presentara como simple música, los músicos se le vendrían encima; en cambio, como innovador de tangos lo toleran y hasta lo fomentan”. Pero con esa estrella, y algo más que pondría de su parte, y que para algunos sería una chulería a prueba de bomba, no hay Borges que le apee de la gloria.
Una determinación de hierro, el tipo. Es verdad que Piazzola se atrevió a poner las manos sobre algo sagrado, el tango era (es) sagrado allí, y a él un interprete o compositor llegaba para plegarse a las exigencias y reglas del género, no para dejarlo echo unos zorros y que no lo reconociera ni su madre. Y fue lo que hizo.
Con dieciocho años asiste, ya en Buenos Aires, a un concierto del gran pianista Arthur Rubinstein. Queda tan impresionado que escribe nada más salir un “Concierto para piano”, como él lo llamaba, aunque sin parte para orquesta lo que había escrito sería una sonata, una suite, etc... Se presenta, él y su estrella, ante Rubinstein, en su apartamento de Buenos Aires. Le abre el propio pianista con la servilleta embadurnada de tomate bajo la barbilla. Espera a que acabe los espaguetis y después de la sincera y casi necesaria presentación de admiraciones le enseña la partitura dedicada. Rubinstein empieza a tocar aquello y de repente se para y mira a Piazzola:
— ¿A usted le gusta la música?
Claro, responde el joven. Y Rubinstein lo manda a estudiar, a través de otras personas, nada más y nada menos, que con Alberto Ginastera, uno de los más grandes compositores argentinos del siglo XX. La historia de Piazzola después es la historia de una parte de la música del siglo pasado, un compositor raro, y siempre variando, pero nunca, incluso a su pesar a veces, dejando del todo ese fondo porteño o tanguista en su música, y como interprete viajando por todo el mundo con su bandoneón: "Yo creo que cuanto más se pinta a la aldea, más se pinta al mundo. Gracias a que mi música es muy de Buenos Aires, muy porteña, gracias a eso, yo estoy trabajando en todo el mundo."
Muere en Buenos Aires el 4 de julio de 1992. Su música se interpreta cada día más en las salas de conciertos y también en la calle, con gorra delante.
4 comentarios:
Como en el caso de los buenos pintores, me parece que este retrato, Mabalot, mejora el original. Al menos, yo creo que es mucho más elegante (y poética) la síntesis que haces de su conversación con Rubinstein que la que da el propio Piazzola mientras agita en el aire sus manos de pulpo bandoneista. ¡Ah!, eso sí, otra cosa es su música, no las ‘glosas’ que él hace de su música. Que me ha encantado, vaya. Un abrazo.
Sí, una delicia. Buen arranque.
No sabía que Borges odiara a Piazzola. Yo sabía sólo que a Borges no le gustaba el tango y sí la milonga, pero no sé mucho más.
Don Juan, encantadísimo de tenerlo por aquí. Le leo en silencio y le admiro y le mando un abrazo.
M., gracias una vez más. Yo creo que uno escribe para saber. LO decía Pla; si quieres saber de algo escribe sobre ello.
Como stoy disfrutando de estos paseos . me nombra usted a Piazzola y yo me quedo por acá un rato
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