22/9/07

Pequeña colección romana (2)

A Pablo

Piazza Navona, anochece. Es una piazza grande, de forma elíptica, con tres fuentes; una de ellas, la más aparatosa, la tenían rodeada de lonas y andamios. Ha sido un día lleno de cosas, como esos días de los niños que son una vida en pequeño. Los días de los niños son muy largos; por la noche, antes de dormir, la mañana se recuerda lejana. Estamos sentados de espaldas a una de las fuentes, la del Moro, creo. Un bebé de mármol intenta estrangular una serpiente marina, o viceversa. Una parte de la plaza está tomada por los pintores, los que retratan al momento y los que venden sus acuarelas de monumentos romanos y los que aprovechan para enseñar otras cosas, tan horribles que los turistas se alejan con la mano en la boca, espantados, algo mareados, creyendo que les ha sentado mal la pizza o el gelato. Hay abstractos demenciales, feos como portadas de discos new age, y que seguro provocan epilepsia y otras enfermedades mentales peores si uno las mira mucho rato. Los pintores cruzan las piernas y charlan entre ellos; un argentino (acento inconfundible) apalabra un retrato caricaturesco a un niño; lo va a clavar desde una foto, mientras los papás y el futro retratado se tomarán algo en las terrazas. El argentino está entusiasmado, se balancea en la silla; lo primero que hace es silbar, ha de contárselo a los demás. Hace gestos de triunfo, los demás apenas levantan los ojos y siguen a lo suyo y pasan de él. Fuman, parecen hartos de vivir y hartos de pintar y sueñan con destrozar a patadas sus porquerías que apenas pueden vender y que en el fondo odian. Pero no todo el rato, claro; de alguna manera hay que ganarse el espagueti y sentado charlando y fumando y no siendo más desgraciado que el resto ya se está bien. Los hay que viven peor, mucho peor.

Alejada de los corrillos y del meollo artístico tenemos a una pintora; está aislada del resto. Es una señora mayor. Tiene unos óleos o acrílicos en unos lienzos que rodean su chiringuito. Una banqueta y alrededor de las piernas las tablas. Es un busto cansado, viejo, a la que parece no importarle demasiado que se le caiga una maceta en la cabeza allí mismo. La vecchia pintora, sí, parece una mujer muy triste. Despacio va sacando botes y vaciándolos sobre una tabla. Levanta la mirada cada vez que coge un bote; mira sin mirar, como si ya nada de lo que pase en la plaza le pudiera sorprender. Un flequillo entre rubio y canoso le cae de medio lado y unos pechos enormes parecen a punto de reventar los botones de la camisa; una pequeña abertura en el centro delata la presión extrema. Su cara donde todo se cae, todo cuelga, son lagrimones de carne. Es la estampa de la borracha de película norteamericana, la que acaba tirando cosas por la ventana y gritando en medio de la calle y esquivando a tumbos los coches. Pero esta vecchia pintora no hace nada de esto; se queda tranquila, preparando el próximo cromo. A unos metros Pinocchio se pinta para la función. Pinocchio no parece Pinocchio; es un payaso joven y feliz que se maquilla con calma y no hay nariz larga, pero en la maleta dice Pinocchio. La vecchia pintora no sabe que la miro todo el tiempo; es todo lo contrario de Pinocchio, que está radiante, ilusionado y aburre. Quizá tenemos tantas nostalgias encerradas bajo las costillas que preferimos fijarnos en los que parecen más desgraciados. Mirar a alguien sin que sepa que miramos es muy interesante y muy triste, casi todo el mundo parece buena persona y dan ganas de acercarse y hablar; si el observado se da cuenta empieza actuar. Es como si quisiera decirnos algo con sus gestos si sabe que la miramos, y no suele corresponderse con lo que siente; quizá interprete para nosotros un aburrimiento estereotipado, casi con gestos de actor de película muda, o sueño, o impaciencia, o alegría. Si alguien lee el periódico y se siente observado es probable que frunza el ceño, como mostrando un interés o una preocupación exageradas por lo que lee. Pero la vecchia pintora no se da cuenta de nada; no sabe que existimos, que para nosotros ahora no existe nada más que su cara y sus gestos.

Se acerca un hombre cortado por las rodillas. Camina igual que si tuviera canillas y pies, pero se apoya sobre los muñones, que son como patas de elefante más cortas. Tampoco tiene antebrazos y lleva la barriga al aire, para completar la exposición. Después lo veríamos a los pies de la cola infinita para entrar a los museos vaticanos, tirado en una esquina. Mira a la pintora y sigue su camino.

Nadie hace caso a la vecchia pintora, nadie se para a ver sus cosas. Suerte.

Es la Roma vieja y solitaria que no sale en las guías, es ella. Es un símbolo triste y tetudo.

Pablo me dijo; Joder, cómo te gustan los lisiados. No, él también es un símbolo, pero ahora no se me ocurre de qué. Quizá nos decía con su paso tranquilo e infatigable; Pedazo de maricones, y ya estáis cansados...

6 comentarios:

Sebastián Puig dijo...

Esa mirada tuya la siento muy hermana; es también mi forma de mirar, aunque yo no lo cuento tan bien, querido amigo. Un abrazo.

Portarosa dijo...

Qué bien, estos dos últimos textos.

Lo del hombre éste espanta un poco. Lo que nos enseña qué mal se puede estar nos da miedo... me da miedo.

No nos queda apenas naturalidad. Tienes razón en lo que dices de cuando nos sabemos observados: todo pose, hasta la de espontaneidad.

Cuando la fotografía era algo novedoso y desconocido para la mayoría de la gente, nadie salía mal en las fotos. Porque no posaban. A la gente muy mayor le pasa lo mismo. En cambio, nosotros no podemos olvidar que alguien va a vernos.

Un abrazo, y buena semana.

brandonmarlo dijo...

Pero que ben vivides... ;) Muy buena entrada.

Mabalot dijo...

Hola, amigos, o hermanos, rythmduel.

Somos pose, sin querer. O tímidos.

Vivimos ben, brandonmarlo, de vez en cando. Un abrazo, e noraboa polo grupo. Sorte. E menudo afortunado coa guitarra caída do ceo. Qué tío.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Leo de golpe tus últimos textos y me sumo a los que te dicen lo maravillosamente bien que escribes. Qué suerte para mí haber encontrado este blog.

Mabalot dijo...

Qué suerte para mí tenerte de lectora, y de escritora, que no me pierdo un artículo tuyo.
Gracias, Luisa.