15/11/06

Café con gotas


Esto es un ajuste de cuentas, bonito. No es el típico ajuste de cuentas de tiros y palizas, el manido recurso de la violencia. Y fácil por otra parte. Este empieza así, tan plácidamente:
1
Un buen café en la Place Saint-Michel
Para colmo, el mal tiempo. Se nos echaba encima en un solo día, al acabarse el otoño. Teníamos que cerrar las ventanas de noche por la lluvia, y el viento frío arrancaba las hojas de los árboles de la Place Contrescarpe. Las hojas se pudrían de lluvia por el suelo, y el viento arrojaba lluvias al gran autobús verde en la parada de término, y el Café des Amateurs se llenaba y el calor y el humo de dentro empañaban los cristales. Era un café tristón y mala sombra, y allí se agolpaban los borrachos del barrio y yo me guardaba de entrar porque olía a cuerpo sucio y la borrachera olía a acre. Los hombres y mujeres que frecuentaban el Amateurs andaban bebidos casi siempre, o sea siempre que el dinero les alcanzaba; generalmente pedían vino, litros o medios litros. Había anuncios de aperitivos con nombres raros, pero casi nadie era bastante rico, o en todo caso echaban un cimiento de aperitivo para luego edificar su trompa de vino. A las borrachas las llamaban poivrottes, que quiere decir alcohólico, pero en mujer.
E. Hemingway, París era una fiesta (1964)

Huele a humo este libro. A tabaco, pero no metafórico; humo ya hecho libro: además de leerlo lo ahumé. No sé cómo, que tampoco fumaba tanto. Mientras lo manoseaba (palpo el libro como un médium para ver si se me revela algo sin tener que releerlo pero casi nunca funciona, solo cuando estoy borracho, y en ese caso mis manos se lanzan a otras aventuras sobadoras), sí, me lo acerco a las narices y humm... qué pestazo.

Y al igual que el famoso donete de Proust mojado en Colacao le trasladó a los subterráneos de su infancia este humo de París me trajo de la mano, como un corrillo de niños que corren juntos como gilipollas al salir del catecismo, el sabor del café con gotas, sobre todo con gotas de aguardiente blanca, agua de fuego para los indios. Un aroma que llegaba hasta las sienes. Arrugas el entrecejo o te agarras una sien, como para que no se te caiga; ya estás metiéndote en el pellejo de Hemingway cuando escribía, pues aunque no lo vemos ni él se describe, estamos seguros que el tío mantenía el tipo, en su silla de cafetería, del que se esfuerza, pone toda su ser en el ano... pero no sale. Al final siempre sale; y Hem era terco como un arado (así dicen en mi tierra). Es escribiente tipo Flaubert, estreñido de palabras, sufridor.

Esto es el libro, o mejor, lo que yo recuerdo: París, invierno, gris, plomo cielo, cafeterías calientes, Hemimgway con un lápiz y una cuartilla, unos párrafos de un cuento, paseos, lecturas de gratis en la librería de Sylvia Beach, un hijo bebé cuidado por un gato, una mujer apéndice, y una galería de amigos (ajuste de cuentas con los amigos, siempre hay rencores), conocidos (ajuste de cuentas con tales conocidos, favores y desfavores), y rivales, que pueden ser anónimos y estereotipados como cuando describe el nacimiento para la profesión de un crítico, o reales y con nombre como cuando paternalmente presenta a Scott Fiztgerald como un pobre hombre débil de carácter acomplejado de pito pequeño y nenaza con el alcohol.

Hem: un tipo sin fisuras. Como ser humano nos da igual; como escritor no pasa lo suyo de la dos dimensiones. Que escribía clarito y era disciplinado y serio en su profesión, sí. Pero no era carpintero. El viejo era demasiado macho. Un tipo de cemento. Nunca bajaba la vista más allá de sus pezones peludos. Están los que dicen que tanta invocación de la masculinidad es una mariconería larvada. Pero esos hablan de temas; toros, caza, honor, guerra y valores del caballero con dos huevos. Hablamos de alturas, de dimensiones, o de profundidad; en definitiva, literariamente, Hemingway la tenía pequeña.

Para escribir buenos libros hay que ser un poco nena. O por lo menos no tener miedo de serlo. Las novelas y cuentos de papaíto son todo piel. Y a veces se pone simpático:
"Y en aquel momento una voz se hacía oír:
- Hola, Hem. ¿Qué diablos estás haciendo? ¿Pretendes escribir en un café?[...]
- Joder con el hijo de puta. ¿A qué vienes por aquí? ¿Te han echado de tus jodidos barrios?
- Oye, sin insultar. Me parece muy bien que te las eches de excéntrico, pero yo no voy a pagar el pato.
-Vete de aquí, tú y tu boca de mamón.
- Estamos en un establecimiento público. Tengo tanto derecho a quedarme aquí como tú.
-¿Por qué no te vuelves a hacer el marica a la Petit-Chaumière?
-Oh, por favor, no te me pongas pelma."
Al final de este capítulo Hem convence al plasta para que se trasforme en crítico. Pero sería injusto, o peor aún falso, decir que este libro es un ajuste de cuentas únicamente; no, es algo más. Es el amor al chollo, a ese lugar, París, a ese momento, hacia 1920, y una vida que el narrador (en 1960 más o menos) echa de menos.

Ya se hace muy largo esto. Mañana más.

1 comentario:

Ana Durá Gómez dijo...

Me encantó ese libro, París parece una ciudad fuera de este mundo y Heminghay, un rey sentado en sus terrazas escribiendo.