29/5/12

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Ante un suicidio o un divorcio, cosas que nada tienen que ver en principio una con la otra (al contrario, el suicidio es la ida y el divorcio suele ser la vuelta a la vida), se hace casi siempre la pregunta más tonta; ¿Por qué?

Margaret Mazzantini se ocupa del divorcio en Nadie se salva solo. No hay porqué. El porqué podría durar doscientas cincuenta páginas o quinientas, todo depende de las ganas de escribir. El porqué, en fin, de esa religión que se desmorona, el amor, una mezcla de biología, miedo y tradición cultural. Aceptar eso es casi imposible. Se va aceptando, si no queda más remedio. 

A pesar de la foto de la portada, que es horrible, como es habitual en Alfaguara, la novela intenta mantener ese equilibrio entre dolor, euforia amorosa, y desgarradura, esquivando la cursilería de la puntilla y el buen sentimiento para caer en la cursilería del miedo a ser cursi, que es una cursilería muy contemporánea. Una cursilería de mierda, coño, cojones, mierda, salpicado aquí y allá como un Pollock. Es una voz delicada, exquisita incluso, sulfúrica, a pequeños cortes, un omnisciente desengañado, que está de vuelta. Pero lo que parecía en un principio necesidad (un mierda que pide una frase, una punzada de dolor) se vuelve sistema, maniera, retórica, como si el tema, la voz, la mirada, temiera caer en la desnudez. No se fía. Bah, ya no hay quién le quite la armadura. Es una pena. Por lo demás, quitando esos petardos ocasionales, bien, muy bien. No esquiva ningún berenjenal. 

Eso. Nadie se salva solo, nadie se salva. 

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