15/6/11

Recado de la fruta

La vida es una fiesta, efectivamente.


SIEMPRE voy a una frutería muy de barrio. O mejor dicho, a una frutería a la que no le ha llegado la ocasión de hacerse invisible, tan necesitada como está de presente. A tiro de piedra de allí están las facultades, los arquitectos famosos firmando en las paredes, los hoteles de cinco estrellas, los auditorios de música para hombres y mujeres con canas, los patos más gordos del mundo (que se comen los bocadillos de los niños sin hambre) y los chillidas caídos del cielo de cualquier forma. Una zona, digamos, chula. Los jardineros vienen todos los días a pelar el césped. Pero la frutería está en un submundo, un poco más allá. Si se pudiera levantarle la falda a un edificio de protección oficial de hace décadas nadie querría mirar debajo. Pero ahí está precisamente la frutería. Una frutería con vieja tras el mostrador que da conversación mientras mete todo en una bolsa azul sin letras, la bolsa azul de toda la vida, la bolsa de los recados. La bolsa que no ahogaba a nadie y con la que tantos se asfixiarían, jugando a asfixiarse.

Podríamos decir que una zona deprimida es una zona en la que lo que destaca es lo accidental, el paso del tiempo cristalizado en una especie de decorado de la miseria; vemos en las fachadas, más que fachadas, las manchas de humedad supurando viscosidad pared abajo; vemos, en lugar de las ventanas, una red de peanas negras y gordas trenzándose como si estuvieran tomados esos edificios por una vegetación pos apocalíptica y que no es otra cosa que la savia que se cuela en todas las viviendas y mantiene frías las chuletas de cerdo y encendida la televisión. Vemos también grietas y óxido, y la ropa prohibida aquí y allá como atrapada en el aluminio de la ventana, furtiva como ladrona de viento. El barrio son coches aparcados, pues aquí no hay garajes y si los hay da igual; lo que nunca falta son coches aparcados por todas partes. No hay un metro de acera sin su metro de coche delante, o encima. Aquí todo son televisiones fulgurando en habitaciones en penumbra tras las ventanas y coches en la calle. No tanto coches yendo y viniendo como coches parados. Coches a la espera. Por el número de televisiones los conoceréis, o por el número de hijos; o son pobres o son del Opus.

En esta frutería parece que todo está muy fresco. Me gusta imaginar que la mercancía la traen cuatro viejas hiperactivas que saben poco de negocios y de venenos. Cuatro viejas chepudas con cestos enormes como una flota de camiones.

La frutería, ya digo, está en uno de esos sótanos, enterrada entre dos edificios. Hay que bajar muchas escaleras, pero todas las escaleras son pocas para un tipo con prisa. Hacemos el recado bajo esa bombilla alta y sucia que tanta tranquilidad da a los bichos y que tan bien viste a las verduras. Con esa luz mortecina ya no estamos en la frutería sino en la huerta, y puede que esa bombilla nos lleve a pensar que no pagaremos con euros, ni con pesetas. No, busca uno el cupón de racionamiento para dárselo a la señora. Todo allí se expone como si en cualquier momento tuvieran que salir corriendo, como los negros del top manta, dejando los capachos desordenados o tumbados por las prisas. Cajones, capachos, cestas, canastas. Es un lugar anterior a la luz blanca de los centros comerciales. A las manzanas granate les cuesta brillar aquí más que en cualquier otro lugar. No hay marcas, no hay mensaje, no hay exclamaciones dirigiéndose a nosotros como si nos conocieran de toda la vida. No existe aquí, afortunadamente, ese tono encantador y familiar, esa alegría que viene de no sé dónde, todo gozo, oiga. Se diría que esa máquina registradora sigue dando el cambio en reales.

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