"El ruido eterno" es el título. Un tal Alex Ross es el escritor. Es una historia del siglo XX a través de uno de los ruidos más caros y sofisticados; la música culta, la música clásica, o como quiera llamársele. Historia complicada por muchas cosas, no sólo porque esta música refleje también el movido siglo en cuestión, sino porque se fue por unos andurriales estéticos que dejó atrás a muchos. ¿Pagar por escuchar ruidos? En fin, uno paga por ver una pared llena de escupitajos de colores, o por un lienzo cruzado por líneas hechas con una regla (la cosa más imbécil que existe en arte contemporáneo, el tal Mondrian. Sí, ya, el concepto es el concepto). Uno paga por oler la mierda del artista, enlatada o no, pero es que la mierda del artista no hace ruido. Puede que ahí esté el fracaso de una parte de la música del siglo XX. Nadie en su sano juicio pagaría porque le hicieran ruido en la oreja. La gente prefiere oler mierda a que les truenen el oído. Pero hay una cosa bastante clara; lo que para mí es música para mi abuela es ruido. Por lo tanto uno encuentra placer en determinados ruidos (musicales) que a mi abuela le parecen absolutamente inaguantables. Y supongo que eso sin salirse de la música culta.
Yo tampoco soy mucho de exponerme a ruidos. Wozzek siempre me asustó, literalmente. Esos gritos desgarradores siempre me pillaban desprevenido. A pesar de que tengo a la música por al arte más grande que inventó el hombre (la literatura y la pintura y todo lo demás me parecen niñerías a su lado), pues a pesar de eso, no me considero un escuchador muy audaz ni muy abierto. Tengo buena oreja, me parece, pero un cerebro perezoso, distraído. Padezco una capacidad de concentración absolutamente desastrosa. Pierdo pie antes de darme cuenta de que pierdo pie. Así a todo, tengo curiosidad, me gusta la música, y esta me permite hacer lo que más me gusta hacer; nada. Para escuchar música lo mejor es no hacer nada; sentarse y quedarse quieto. Mirar al techo, si acaso. Hace años miraba mucho al techo, escuchando por ejemplo las sonatas de Debussy, o a Satie, o mismo a Dylan o a David Bowie o a Black Sabbath o a Nirvana. Mirar al techo me emocionaba.
Una de las razones de que la música contemporánea culta no haya cuajado en el mundo de las orejas más refinadas es porque tradicionalmente el público de auditorio o teatro es de lo peor. Lo más reaccionario y casposo de la sociedad. Puede que las élites no sean ya marquesas, pero la señora del subdelegado no está mucho más evolucionada culturalmente. Yo diría que la marquesa, pese a la embolia que le había dado o le iba a dar, controlaba más. Aún hoy, genios absolutos, equiparables a un Proust o Joyce o Picasso en otras artes, como Stravinsky o Bartok o Messiaen se programan con reticencias, a cuentagotas. Y hablo de los genios indiscutibles. El hecho de que el público apenas haya atendido a la música contemporánea hizo, sobre todo en la segunda mitad de siglo, que los nuevos se encerraran más en sí mismos, en un espacio cada vez más autista y en el que se colaron verdaderos fraudes artísticos cortados todos por el mismo patrón (banda sonora de película de terror de serie B). Ni más ni menos que como en otros artes. Después de Duchamp se abrió la veda para la estupidez. Y el estúpido no era Duchamp, sino muchos de los que vinieron después y vieron un camino donde no había nada, una broma, el fin del arte, o de un arte. Puede que John Cage, una especie de Duchamp de la música, haya hecho lo mismo y haya cerrado las puertas a una forma de entenderla, un punto y aparte o un punto y final.
El talento musical compositor se pasó a la música verdaderamente innovadora en la segunda mitad del siglo XX; el rock y derivados, el jazz… Hay excepciones a eso. Ni siquiera puedo citar de memoria una de esas excepciones, que me guste al menos, pero seguro que las hay. Ahora, en cambio, se avecina, al parecer, el fin de las etiquetas; la música es música, como le dijo Schoenberg a Gershwin, según cita Alex Ross en este libro cuando Gershwin no se atrevía a tocar sus cosas después de oír las enormidades complicadas de Schoenberg. La música es música. El cosmopolitismo también llegó a la música.
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