Hace meses que cerró el restaurante japonés de Santiago. Era un sitio decorado exquisitamente, como pintado a la acuarela, que iba a tono con la música de fondo, en la que casi siempre sonaba un laúd de tres cuerdas (shamisen) y alguien cantaba el flamenco de allá, mucho más contenido y quizá misterioso. Al entrar te encontrabas una puerta corredera de tablilla y papel de arroz que uno podría atravesar sin abrirla y aparecer al otro lado como una sorpresa, como si un público le esperase a uno impaciente. Separaba esta puerta la avenida de coches que suben y bajan de un local que parecía apartado de todo eso y en el que casi resultaba imposible levantar la voz un poco. La camarera nos recibía con susurros, como si en la cocina hubiese bebés durmiendo.
Fumador o no fumador. En realidad los fumadores y los no fumadores podían darse la mano a través de un biombo invisible, supuesto, ya que la esquina de los primeros apenas estaba separada de los no fumadores. O eran unas plantas muy verdes y reales que se tragaban el escaso humo de un cigarro que alguien se atrevía a encender, pues más que en un restaurante casi se sentía uno en una misa de diseño, de algún culto sofisticado y quizá extraterrestre, o futuro. La barra al fondo parecía un altar. Nadie allí, ni delante ni detrás, y la sensación de lleno que daba, con botellas de todo tipo colocadas casi en perfecta simetría a derecha e izquierda, con adornos ya ocultos entre la churriguería general, y la caja registradora en el centro, y todo ello dentro del minimalismo que dominaba el resto del local. Las mesas eran negras, con manteles individuales, y las sillas tenían una tela roja que las cubría. Eran unas sillas que le llegaban a uno al cogote, para recostarse en ellas después de comer, y dejar al estómago actuar sin apetarlo mucho, o por si uno moría envenado y prefería quedar con la cabeza apoyada y no dejarse vencer sobre el plato, siempre tan poco estético y japonés.
Quizá aparecía antes de pedir la dueña, una nipona de unos treinta y tantos, casi cuarenta, que cambió el agobio de Tokio por una ciudad tranquila en la que todo está a mano o en su defecto al alcance del pie. Por las mañanas va al mercado y mira a los ojos a los peces, muy fijamente, a ver si en esa mirada ve las penas y los días (u horas) de exposición sobre el hielo, y si los ve dispuestos al descuartizamiento también. A M., que tiene un nombre bonito, casi de chocolatina, la vi alguna vez en el autobús, con un carrito de dos ruedas para meter la compra. Da la impresión, por lo bajita, que podríamos meterla en ese carrito y pasar una frontera con ella y raptarla sin mucho presupuesto para furgonetas.
Es cierto que había pocas mesas y que era un poco caro, por lo que al mediodía, y sobre todo por la semana, el local era muy tranquilo y al hablar en un tono normal teníamos la impresión que cualquier cosa que dijéramos lo escucharía la cocinera y hasta el atún o pez espada al que sitúaban sobre unas pelotillas de arroz blanco que llaman sushi. Y ya que estamos os comento que los japoneses son muy escrupulosos y perfeccionistas y miden mucho cómo son las pelotillas (si un poco pequeñas, si demasiado grandes) y cómo se arriman el pescado. Cómo las cubren. A la vista, sobre la tabla, en perfecta disposición militar, parece que nos encontramos ante uno de esos sacrificios que debían hacer nuestros antepasados más salvajes (y antiguos), y los trozos de pescado son los cuerpos de los ofrecidos, ya muertos, pero aún frescos. El uso de los palillos (hashi) le da un sabor diferente, por supuesto. Es preferible comer con los dedos que usar un tenedor, siempre, a no ser que queramos llenar el estómago sin miramientos y nos dé igual cualquier cosa digerible. En ese caso podemos coger la tabla y arrimarla en pendiente a la boca, y dejar caer las piezas, como un auténtico animal, o un dios de los de antes, que imaginamos que más o menos así harían con las doncellas sobre piedra que les ponían. Lo correcto es pasar cada uno de los elementos por el platillo de soja, darles un pequeño baño antes de la meterlos en la boca. En fin, hoy todo el mundo que ha ido a un restaurante japonés, aunque sólo sea para probar. Frente a lo que se cree, y aunque con unas presentaciones casi artísticas (de las que salió la estética de toda esa nueva cocina moderna), los sabores de muchos platos nos remiten a otros que son muy tradicionales y de nuestro rincón del mundo, como tenpuras (rebozados) y pescados en escabeche, etcétera. Y es que la cocina japonesa está muy influida por la cocina portuguesa o atlántica que llevaron los misioneros portugueses en el S. XVI. Lo que sube baja, y lo que va viene.
Ahora muchos restaurantes chinos están cambiándose de bando, y dejan el arroz tres delicias para ofrecer una versión casi idéntica de la cocina japonesa. Y digo casi idéntica porque a veces es indistinguible, pero el carácter de cada pueblo se pega a cualquier cosa que haga, y si algún día el sushi lo hacen nuestros paisanos será otro sushi, igual que los chinos versionan la comida japonesa, y porque no, la enriquecen también.
Este restaurante que cerró se llamaba Sakura, como tantos otros restaurantes japoneses, que remiten al árbol tan venerado (ese sí que es un dios, de los de mayúsculas incluso); el cerezo. Cuando florecen estos árboles los japoneses se sientan debajo a contemplarlos, y de paso comen y beben.
3 comentarios:
Joder, se me ha perdido el comentario en el limbo de internet...
Decía que me ha gustado mucho este discurso tan mabalotiano. Y que un aplauso.
Me he comprado hoy el "París" de Solana. Sólo tenían un ejemplar; si no, habría comprado otro para regalártelo. En cuanto pueda pongo un trozo en el Círculo.
Mira a ver si te lo pueden encargar en alguna librería (he preguntado aquí y parece que son malas fechas, que casi no distribuyen). Si no lo consigues, me lo dices y miro en otros sitios.
Yo también empiezo con un joder; si hasta he salivado de puro gusto culinario y literario. Un abrazo (hacía tiempo que no leía una de tus "Planetas Gominola", que siempre disfruto).
Gracias, colegas. Estaba pendiente de París, y ya está. A ver si en la Michelena, cuando baje a Pontevedra estos días.
Por cierto, en Casa del libro vía web encontré el facsímil de Cuadernos de París, mira tú.
Ya nos dirás que tal está...
Un abrazo.
Publicar un comentario