21/5/08

Papel y bolígrafo (Notas de una avería)

Día uno (Domingo)

De los antivirus escribiría un libro, para desahogarme. Le pondría un título de novela de patacón; Y llegó el terror, o Los lobos del otro mundo, o Un grito en la niebla digital. Títulos bien malos que no engañarían a nadie sobre lo que vendría después. Sería una novela de Lovecraft, pero con un virus pringoso, como un moco, que primero tomaría el ordenador y después saldría del teclado burbujeando, una lava infecta y maligna. El antivirus sería un enanito vestido de frac, aunque con hilachos colgando, que saldría corriendo del ordenador, como si se fugase de un baúl. Estupefactos lo veríamos correr a la ventana y abrirla, dispuesto a salir. Uno le diría;

-Pero no me dejes ahora, hijoputa… en el momento más difícil.

-Acabo de caducar. Chau.

Y se tiraría por la ventana, dejándole a uno con el marrón de hacer frente a un moco vivo y maligno. Mi hija entraría en la habitación y se encontraría a su padre tirado en el suelo, casi fagocitado por el moco vírico. Me viene a la cabeza esa pareja de mafiosos que entran en un local nuevo del barrio que gestionan; hablan con el gerente, le ofrecen protección, porque cualquier cosa podría pasar, el escaparate roto, robos, y hasta algún empleado apaleado. Es entonces cuando el gerente, no poco ingenuo, o haciéndose el tonto, pregunta: Pero, ¿protegernos de quién? Los mafiosos se miran entre sí y levantan una ceja. No hay nada más que decir. Y algo así se siente con estos protectores virtuales, los antivirus y toda la panda de zorrerías, tal para cual, troyanos y toda la gama de petardos digitales. Porque lo que está claro que uno sale desde Windows a darse una vuelta por Internet y si no va con armadura, incluyendo la del caballo, le dan a uno hasta en el carnet de identidad y al caballo le abren las tripas y nos lo vacían por el camino. Lo asaltan y lo muelen a palos a cualquiera, con banners, pop-ups, y todos esos latigazos visuales que aparecen en el camino, por no hablar de cosas peores.

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Un virus que me avisa cada dos por tres que tengo un virus. No es un virus que hace lo suyo tranquilamente, desvalijándome las claves (o sí, también), y vaciando las cuentas bancarías, leyendo mis correos interesantísimos y espiando las fotos en las que aparezco rodeado de modelos internacionales en pelotas (así son los virus informáticos, de cotillas). Es un virus que, sobre todo, está encaprichado con que uno sepa que está ahí, y que tengo otros virus, a todas luces falsos. El típico truco timador del que de repente grita fuego, y señala un lugar, al que todos corren para apagar el incendio, mientras él aprovecha el susto para llevarse algo. Claro que a veces llegamos al lugar señalado y hay fuego de verdad. Quizá también haya algún virus que se hace el subnormal como Tony Leblanc en la españolada aquella en la que cambiaba estampitas.


Día dos (Lunes)

Le expliqué que no pasaba de la página de inicio; lo probó. No pasaba de la página de inicio. Nada más verme entrar por la puerta con el portátil en la mano y casi antes de empezar a hablar ya dijo como una pitonisa que era el disco duro, que había cascado. Después vaciló en el diagnóstico; se rascaba mucho la cabeza, arrugaba la nariz, se metió el meñique en la oreja e hizo unos movimientos en redondo, como de molinillo. Me contó unas cosas, unas las entendía uno, otras no. Al principio le preguntaba todo, como si me fuese la vida en ello. Pero la explicación, así, en frío, ya daba más vueltas de las oportunas y siempre en la misma dirección, así que insistí en que me guardara los datos (alguna cosa de la que no había hecho copia de seguridad, fotos, etc…) y lo puse en sus manos. Se colocó el cigarro apagado detrás de la oreja y se marchó a destriparlo detrás de un biombo.
También estaba otro que era el jefe, o parecía. Muy moreno, de cara redonda, con un hoyo del grosor de un dedo en la mejilla, como de plastilina. Hablaba con zetas, como al parecer hacía Valle-Inclán. Había ordenadores viejos y llenos de polvo por el suelo y apoyados por las esquinas y una columna de discos duros que subía hasta el techo. Y toda una estantería de archivadores, que hacía un efecto raro allí.

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