El mundo, como decía, continúa. Eso nos facilita el trabajo, la aventura de continuar averiguando qué sabemos de Planeta Gominola (y qué sabe Planeta Gominola de nosotros), qué sabe nuestra mano escribidora y qué sabe la atmósfera, a la cual respiramos y que algo tendrá que ver con lo que vertemos en esta página.
Pues bien, sabemos que Planeta Gominola está habitado por 127 millones de individuos, de naturaleza semirobótica o no, cosa que todavía está por dilucidar, y que poco a poco iremos iluminando, si Buda nos acompaña. Que en Capital Gominola rondan los 12 millones, y alcanza los 14 los días laborables, por esto de que vienen a dar el callo desde las afueras. Que todas esas personas salen de sus casas por el día mayormente y que muchas coinciden a las mismas horas en los mismos lugares. Se comprende que algunos puntos de Capital Gominola concentren más cuerpos, somnolientos y legañosos en su mayor parte, que otros, y se comprende que se produzcan incómodos embotellamientos que ralentizan el natural paso nervioso y apurado de estos individuos.
Ginza. Los ricos también pueden ser víctimas de los binipones, esos seres sin escrúpulos que se desplazan sobre dos ruedas y se comunican con un sonido de timbre, como los delfines.
Pues bien, si sumamos a todo esto, el mareo que estas mareas humanas producen (uno ha de esquivar continuamente nipones, como en un videojuego en tres dimensiones), que muchos de estos pequeños seres van incorporados a una bicicleta y corren como gacelas a dos ruedas por las praderas estrechas de las aceras, tenemos una putada con todas sus consecuencias y con todos los estremecimientos que ello provoca para un alma hipersensible a sus dolores presentes y sobre todo a los posibles.No hay forma de pasear tranquilo por Ciudad Gominola. Un soñador, un poeta moriría atropellado por cientos de estos seres mecánicos que le pasarían una y otra vez con sus ruedas por encima, como un despistado pasa una y otra vez por encima de una caca de chucho. Al menos por sus calles más atestadas. Por las menos concurridas, que es un decir en este planeta, pues no hay calle o callejuela en la que no topemos la melancólica y tierna figura de un nipón recortada sobre el horizonte de edificios y luminarias de garabatos, estamos a disposición de la buena vista y cálculo, amén de destreza motora, del ciclista, que o bien nos esquiva y nos deja atrás, sanos y salvos por el momento, o nos aterriza encima con ruedas y esqueleto, escarallándonos al instante, cosa que no es muy difícil de suponer.
Para evitar males mayores todas las bicis llevan un timbre que sus amables montadores hacen sonar continuamente con el fin de que se abran estas mareas humanas. Alcanzan velocidades considerables, incluso cuando sus pedaleadoras son viejas niponas con chepa y presumibles reumas.
En este enlace tenemos una prueba de lo eficaz que resulta el uso del timbre, aún cuando no vaya sobre una bicicleta. El título de este documento visual es "Invento en la ciudad de la locura".
Nota aclaratoria; el tono jocoso del narrador es para restarle gravedad a tan problemático asunto. Toda una interpretación.
4 comentarios:
Interesante descripción. Aunque esta vez te he sentido más combativo y sarcástico de lo habitual. Si te recreas en tus evidentes virtudes puedes llegar a caer en involuntarios defectos.
Un abrazo.
Gracias, Rythmduel, se agradece el consejo. La culpa de este texto tan sarcástico y malhumorado, aparte de un servidor, es de Orange, esa compañía que surgió de la nada y que yo no la elegí (antes era Wanadoo, pero se esfumó, o fusionó, o yo que sé) y que me tuvieron con la oreja y la desesperación media mañana pegado a un 902 para nada, para tomarme el pelo y dejarme como estaba.
Y de Arrabal, por existir.
Un saludo, amigo.
A mí me ha encantado, Mabalot. De verdad; ningún exceso.
Un abrazo.
El colesterol, esos excesos que tan mal sientan. Aunque tampoco nos pongamos estrictos; si hay que poner tropezones se ponen, no pasa nada.
Gracias, Porto, un abrazo.
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