Esta foto en color ya no sería lo mismo. Un color Almodóvar le quitaría todo el olor a muerte. El blanco y negro siempre impone más. El blanco y negro le pone el traje de muerto a todo el mundo. Hay un blanco y negro que tiene ínfulas artísticas y hay un blanco y negro descriptivo, casi moral. En este caso es un blanco y negro fiel, digamos, a los hechos, a los fotografiados.
Me fijo en ellos. Podrían ser una pareja de humoristas. Podría ser incluso, la foto, del banquillo de humoristas del programa de Gayoso, en la gallega, esperando turno. Me los imagino contando chistes y la gente descojonándose. Cuando acaba el chiste siempre enfocan a una señora como sufriendo un ataque epiléptico, hinchada, con mucho estampado rodeándole el tronco, la madre de todas las empanadas. Me los imagino, a estos dos, jugando al futbolín. En realidad no los veo jugando al futbolín. Querría verlos jugando al futbolín, para humanizarlos, para sacarlos de casa un poco, pero me los imagino antes comiendo una tortilla francesa en una cocina siniestra. La tortilla francesa es la toma de la Bastilla, y estos la mastican con apetito, la pulverizan con las muelas del juicio. Un vaso pequeño de vino negro al lado. Un vino que mezclan con lo masticado. Después se pasan el revés de la mano. Son como niños, mastican con la boca abierta. Me los imagino ligando con Greta Garbo. De aquí al Fary tampoco hay tanto. Sería fácil ver la maldad, la locura, la conversación de besugo, el palillo en la boca. Eso no quiero verlo, o no sólo eso. Eso es lo que aparece antes de echarle un vistazo. Estos tipos han dejado atrás a los griegos, a Montaigne, a Cervantes, a la tortilla francesa. El presente (año 1990) era Puerto Hurraco, balazo a todo lo que se movía; no mucho antes, en Chantada (Lugo), Paulino Álvarez, inquieto por unas lindes, había salido de casa con el cuchillo de matar al cerdo pinchando a todo el que se encontraba. En la foto de arriba están los hermanos Izquierdo, en el banquillo de los acusados, pacientes, con el cuello de la camisa abotonado, como cuando iban al médico o al notario. Uno parece más descompuesto que el otro. En la crónica del momento (año 1990) Maruja Torres señala los trajes pasados de moda. A Maruja no se le escapaba nada. Señala también calcetines blancos y zapatos negros. Como el mismísimo Michael Jackson. Puede que Maruja Torres sea la mujer que sale de fondo, con el carnet de prensa en la solapa, y cara de susto. Le brilla la cara, por el flash y por el maquillaje. En los ochenta el maquillaje femenino era todo brillo.
En la cara de Maruja, por tanto, tenemos la fecha, la mirada estupefacta de la feminista ante la ceja descomunal del macho, pero en las caras de estos dos hermanos tenemos una España que es la misma España cerril y burra que nunca ha querido salir del blanco y negro. Porque siempre hay una España en blanco y negro, por la que no pasa el tiempo y a la que nunca alcanzan las farolas, e incluso es esta España la que le pasa por encima al tiempo. Lo tritura, lo mastica, lo pisotea, le da la comunión. Vuelvo a mirar a estos dos y parecen de otro mundo, viajeros del tiempo que vienen de una época remota. Pero es la misma época remota que sale cada día en los periódicos, la misma España en blanco y negro para la cual la Guerra Civil es cosa de ayer mismo a esta hora, de hoy, el pan nuestro de cada día, y sus razones, sus motivaciones, las razones de hoy en día, como si no hubieran pasado setenta años, como si nada hubiera pasado. Porque no se entiende que no se puedan abrir las fosas y llevarse a casa cada uno sus muertos.
Vuelvo a la foto. Son tan feos que parecen de mentira.